Los egipcios y las palabras del Dios



Los egipcios atribuían a los dioses el origen de su escritura. De algún modo, pensaban que esta había sido un regalo que los dioses habían hecho a la humanidad en los tiempos antiguos y que solo un pequeño grupo de iniciados tenían acceso a ella. La llamaban medu netcher, es decir, las palabras del Dios o las palabras sagradas, y habrían de ser los griegos, posteriormente, los que denominarían jeroglíficos (escritura sagrada) a sus símbolos. 

Desde los tiempos antiguos, como Champollion ya percibió, todo en Egipto estaba impregnado por la magia de los jeroglíficos. Nada en la forma de sus símbolos era casual. Todo tenía un significado que estaba oculto al común de los mortales. Las mismas pirámides, sus construcciones más imponentes, alzadas en el Reino Antiguo, eran en sí mismas la representación de un símbolo jeroglífico. Las Máximas de Ptahhotep, posiblemente el libro más antiguo del mundo, con más de 4.000 años de antigüedad, fueron en su día una guía para alcanzar a través de sus palabras la sabiduría y la plenitud del hombre. Máximas que a pesar del tiempo transcurrido siguen teniendo hoy plena vigencia. 

En palabras de (SERRANO DELGADO, 1993: 15): “La imagen que se ha conservado del Egipto faraónico está muy estrechamente ligada, ya desde la Antigüedad, con su sistema de escritura. Viajeros, filósofos y pensadores de la época grecorromana y patriarcas de la Iglesia Primitiva se sintieron atraídos por el valor estético y el gran cuidado con que habían sido trazados los jeroglíficos, sobre todo en las zonas monumentales. Al mismo tiempo, el carácter puramente religioso que esta escritura mantuvo en la Antigüedad Tardía, así como el progresivo declive de su utilización y por tanto de su comprensión, contribuyeron a relacionarla con la magia y con poderes ocultos, encubridores de arcanos y mensajes simbólicos.” 

Los egipcios consideraron a los jeroglíficos como su lengua por excelencia, la única merecedora de ser utilizada en los textos de sus templos y tumbas. Para los asuntos más cotidianos si utilizaron otras escrituras más rápidas y funcionales (la hierática y la demótica). La primera venía a ser una versión simplificada de los jeroglíficos que se utilizaba sobre todo para textos escritos en papiro o piel, en tanto que la segunda fue una escritura de tipo popular, todavía más simplificada, que se utilizaba en la época Tolemaica. Para los textos más sagrados, no obstante, siempre se sirvieron de las palabras del Dios (Thot, divinidad de la sabiduría y la magia). Según la leyenda Ra, el dios primigenio, habría permitido que su hijo Thot diese a los egipcios el conocimiento de los jeroglíficos para que pudieran servirse de ellos y organizar y administrar su país. Este sistema de escritura habría de ser utilizado en las inscripciones religiosas hasta finales del siglo IV de nuestra era, cuando ya eran muy pocas las personas que conocían su significado. En este sentido, la última inscripción jeroglífica conocida está fechada en el año 394 d.C., y estaba situada en el portal de Adriano, en la isla de File. 

Los inicios más rudimentarios de la escritura jeroglífica podrían remontarse al entorno del año 3200 a.C. (final del Predinástico, cultura de Naqada III), en concreto sería un texto ubicado en una sepultura real, la tumba U-j de la necrópolis de Umm el-Qaab (Abydos). Serían pictogramas que funcionan como jeroglíficos y que están grabados sobre pequeñas etiquetas de hueso. Durante las dinastías I y II los textos se irán haciendo más complejos y largos y será en la dinastía III cuando podamos hablar de la primera escritura jeroglífica considerada como tal. Se trata de los Discursos de los dioses de la Enéada al rey Dyeser. En la dinastía IV son frecuentes los textos de tipo autobiográfico en las tumbas, así como de listas de ofrendas, en tanto que a finales de la dinastía V se elaborarán los Textos de las Pirámides. 

Habrá que esperar, no obstante, a los tiempos del Reino Medio, para que en palabras de (FRANCISCO L. BORREGO, 2015: I, 13) se pueda apreciar que es ahora cuando: “Se deja traslucir en los textos un gusto por las bellas letras y por el buen hablar, un afán por hablar bien, de modo hermoso y elocuente, que halla su correspondencia en el deseo y el goce por escuchar bonitos discursos, como aparece en la obra El campesino elocuente.” 

Lo que se conoce como Egipcio Clásico será precisamente el que se vaya desarrollando desde los tiempos finales del Primer Periodo Intermedio hasta la dinastía XVI, ya en el Reino Nuevo. Esta será la lengua culta, literaria y religiosa por excelencia, y perdurara hasta el fin de la civilización egipcia. 

La escritura jeroglífica contaba con unos 7.000 signos, lo que hacía que fueron pocos los que la conocían en profundidad. Los escribas iban desarrollando esta escritura en columnas horizontales o verticales, usualmente de derecha a izquierda, aunque a veces al contrario. También se podía escribir de arriba abajo. En todo caso, los propios símbolos ya nos dicen el sentido que debe seguir la lectura, ya que se representan mirando hacia el lugar por donde se debe empezar a leer. 

El hierático se escribía y se leía de derecha a izquierda y lo usual es que se utilizara para asuntos de tipo laico (administración, literatura, cartas, contratos, etc.). Vino a ser una escritura de tipo cursiva en la que estaban esquematizados los jeroglíficos. El demótico, utilizado a partir de la dinastía XXV, era una escritura todavía más popular que suponía la estilización de los propios signos hieráticos. 


Los escribas 

Los egipcios sentían respeto y admiración por las personas que sabían escribir y leer. En las Enseñanzas de Merikara este personaje aconseja a su hijo que se esfuerce para conseguir hacerlo satisfactoriamente: Adécuate a la enseñanza de los Antiguos –le dirá-, de quienes te precedieron. Sus palabras perduran en sus libros. Ábrelos, lee y copia su silencio, pues sólo un ser que sabe aprender se hace hábil. 

Y en la Estela del Louvre C 14, el difunto proclamará que: 

Yo conozco el secreto de los jeroglíficos 
y sé como hay que hacer ofrendas rituales. 
Yo he aprendido toda la magia y nada me es oculto. 
Yo soy, en efecto, un artista excelente en su arte, 
eminente por todo lo que sabe. 
Por mí son conocidas las proporciones de las mezclas 
y conozco los pesos calculados, 
sé cómo ha de aparecer hundido y cómo resaltarlo, 
de acuerdo con el caso, si uno entra o sale, 
sé colocar el cuerpo, en su lugar exacto. 
Conozco el movimiento de todas las figuras, 
el andar de las hembras, 
la postura de aquel que está de pie, 
cómo se acurruca un prisionero triste, 
la mirada de unos ojos a otros ojos, 
el terror de la faz de aquel que es capturado, 
el equilibrio del brazo del que hiere al hipopótamo, 
la marcha del que corre. 
Se hacer esmaltes y objetos en oro fundido, 
sin que el fuego los queme 
y sin que sus colores sean eliminados por el agua. 
Todo esto no ha sido aún revelado a nadie, 
más que a mí, y a mi hijo primogénito, 
ya que el dios me ordenó revelarle estas cosas. 


Los escribas eran conscientes de que constituían un grupo privilegiado en la sociedad de Egipto, ya que disfrutaban de una buena posición social y estaban bien considerados tanto por las élites, a fin de cuentas llevaban la administración del estado y de los templos, como por el resto de la sociedad. No parece que la mujer tuviera acceso a este oficio. Sabemos que muchas desarrollaron negocios propios y algunas, de las clases más elevadas, prestaron servicios en los templos y es posible que tuvieran algún conocimiento básico de lectura y quizás escritura pero no se han conservado noticias que nos hablen de mujeres escribas. A veces, nos encontramos con alguna representación de una mujer que parece que pudiera estar escribiendo pero posiblemente se trate de maquilladoras, es decir, mujeres que pintaban sobre un cuerpo humano. 



Sátira de los Oficios 

Tras los tiempos caóticos del Primer Periodo Intermedio, el faraón Amenemhat I, se tomó un interés especial en reconstruir los cuadros y servicios administrativos de Egipto. Las fuentes de la época nos han transmitido que ese aparato administrativo, tan brillante en los momentos del Reino Antiguo, había quedado destruido. Tanto los almacenes centrales como las cortes de justicia o el catastro habían sufrido los momentos de crisis que el país había padecido, y los escribas y funcionarios, atemorizados, habían huido abandonando sus puestos. 

Debido a que hacía ya tiempo que la monarquía heracleopolitana había sucumbido Amenemhat habría de promover un importante esfuerzo propagandístico para conseguir que una nueva generación de escribas se incorporara a prestar sus servicios con vistas a la reorganización que pretendía llevar a cabo. Es en este contexto el que surgirán dos obras con las que se pretendía atraer a los egipcios a la carrera funcionarial. De un lado, la denominada Suma o Kemyt, en la que se incluían aspectos tanto de tipo general (normas de prudencia en la conducta del escriba, por ejemplo), como otros contenidos más prácticos (fórmulas de escritos, modelos de correspondencia, etc.). 

El otro texto que surge en estos momentos es la denominada Sátira de los Oficios. En ella el autor se dirige a su hijo, e indirectamente a los futuros funcionarios, para hacer una alabanza de la profesión de escriba que comparará con otros oficios que son valorados de manera negativa. Lo cierto es que, a pesar de la clara intencionalidad de la obra, no debemos infravalorar la importante función que los escribas, y en general los funcionarios, desarrollaron en la historia de Egipto, ya que en palabras de (VIDAL MANZANARES, 1994: 84) su actividad: “constituye uno de los aportes realmente originales, y además sumamente brillantes, de la cultura egipcia. Si ninguna cultura de la Antigüedad –ni siquiera Roma- llegó a alcanzar la minuciosidad y eficacia administrativa de Egipto se debió fundamentalmente a este segmento de personas entregadas fiel y disciplinadamente a su tarea”. 

En la Sátira de los Oficios un individuo de nombre Dua-Hety lleva a su hijo Pepy a la Residencia, escuela de escribas, para que sea iniciado en esa profesión, que piensa que es la mejor que un hombre puede ejercer. En el texto el autor describe otros diversos oficios, siempre con tintes claramente desagradables haciendo incidencia en su penosidad, dando luego diversos consejos al futuro alumno que en su profesión de escriba habrá de gozar de independencia y de felicidad. Veamos, a modo de ejemplo, las críticas que se hacen a algunos de esos otros oficios, en la versión de (SERRANO DELGADO, 1993: 221): 

“He visto al herrero en su trabajo, a la boca de su horno. Sus dedos son como garras de cocodrilo, y apesta más que las huevas de pescado…” 

“Los dedos del fogonero están sucios. Su olor es el de los cadáveres. Sus ojos están inflamados por la intensidad del humo…” 

“El alfarero ya está bajo tierra, aunque aún entre los vivos. Escarba en el lodo más que los cerdos, para cocer sus cacharros. Sus vestidos están tiesos de barro, su cinturón está hecho jirones…” 

El autor describe en términos similares otras muchas profesiones (carpintero, campesino, joyero, barbero, albañil, jardinero, zapatero…). Después de esa presentación negativa de los distintos trabajos, en la que es frecuente la presencia de elementos satíricos, el padre terminará presentando a su hijo las ventajas del oficio de escriba y le ofrecerá diversos consejos que habrán de ayudarle en el futuro en el desarrollo de su trabajo: Mira, no hay una profesión que esté libre de director, excepto el escriba. Él es el jefe. Si conoces la escritura te irá mejor que en las profesiones que te he presentado. 

Parece que gracias a textos como esta Sátira de los Oficios Amenemhat I habría podido reclutar a los hombres que le eran necesarios como funcionarios, algo imprescindible para poner en marcha la reforma administrativa que deseaba llevar a cabo. 


Textos y autores 

En los textos egipcios lo usual es que el autor de los mismos permanezca en el anonimato, siendo frecuente que quien escribe el texto lo atribuya expresamente a otra persona. Es decir, existe quién sería el autor del texto, que vivió en un tiempo pasado y que se manifiesta como alguien dotado de prestigio por su obra, y otra persona que es la que está redactando ahora la copia del texto, es decir el escriba que está desarrollando su oficio. 

De los escribas egipcios no se esperaba que escribieran textos originales sino que reprodujeran, reconstruyendo lo que pudo haberse destruido por el paso del tiempo o que insertasen explicaciones que permitieran una mejor comprensión de los textos difíciles. Los escribas actuaban como transmisores. A veces puede ocurrir también que el supuesto autor del escrito sea un personaje ficticio. Sería el caso del Cuento de Sinuhé, en el que el escriba está escribiendo en primera persona pero no parece que ese tal Sinuhé fuese realmente el autor, ya que ni siquiera sabemos si existió. En lo que conocemos como Anales Reales, el escriba actuaba siempre como un mero registrador de información y en ellos nunca se ha conservado el nombre de quién los escribió. Si se conserva el nombre del autor en los llamados Textos de Sabiduría o Sapienciales, que gozaron de excepcional prestigio en Egipto. 

No obstante lo indicado, si existen algunos casos en los que coincide la persona del autor y el redactor de un texto. Así sucede, a modo de ejemplo, en los escritos que se han conservado en el poblado de Deir el-Medina, en el que vivían los trabajadores que construyeron las tumbas del Valle de los Reyes. Sabemos, a modo de ejemplos, que el escriba Hori o el dibujante Menna fueron autores de algunos de esos textos. No obstante, estos escritos tenían una circulación restringida, ya que lo usual es que solo tuvieran acceso a ellos los amigos, vecinos, compañeros de trabajo, etc. 


La formación de los escribas 

Desde sus inicios, en las dinastías tinitas, existieron centros de formación para los escribas, ya que los órganos del poder eran conscientes del papel que la escritura desarrollaba en el buen funcionamiento de la administración. Parece, no obstante, que en estos primeros tiempos los escribas seleccionaban y educaban a niños de su entorno que el día de mañana habrían de sustituirlos en su trabajo. Algunos escribas aprendieron su oficio en escuelas pero todo sugiere que muchos de ellos lo aprendieron directamente de un maestro que ya desempeñaba ese trabajo. En el Papiro Lansing número II, 1, 2 (que viene a ser una miscelánea de textos para el aprendizaje de los escribas) encontramos una recomendación muy interesante: Pasa el día escribiendo con tus dedos –aconseja el papiro-, y leyendo por la noche. Hazte amigo del rollo y de la paleta de escriba. Te serán más dulces que el vino. 

En todo caso, hemos de insistir en que el acceso a la escritura y la lectura en Egipto estuvo restringido a un porcentaje escaso de la población, en esencia a los escribas, necesarios para el funcionamiento del estado, y a algunas personas pertenecientes a las élites del poder. Parece que en las aldeas rurales el porcentaje de alfabetización debía ser prácticamente nulo, y que en las ciudades no debió superar el quince por ciento de la población. De promedio, y referidos al Reino Nuevo, los que sabrían de estas cuestiones podrían suponer no más del cinco por ciento del total de los egipcios. 

En todo caso, existían diversas posibilidades de alfabetización. Según (FRANCISCO L. BORREGO, 2015: II, 8) serían cinco: 

-Gentes que sabían leer la escritura cursiva (hierático o demótico). 

-Personas con cierta capacidad, limitada en todo caso, para escribir en cursiva. 

-Personas con capacidad plena de escribir y leer en cursiva. 

-Personas que conocían tanto la escritura cursiva como la jeroglífica. 

-Finalmente, personas muy selectas que tenían conocimiento del uso criptográfico de la escritura jeroglífica. 

Parece que con el transcurso del tiempo los aprendices de escribas eran instruidos en la Casa de la Vida de los templos, en tanto que en el Palacio Real recibirían enseñanzas los príncipes y los hijos de los altos funcionarios. En el Papiro Anastasis V un padre está aconsejando a su hijo (en relación con lo que sería una jornada de estudio en una escuela de escribas): Te he puesto en la escuela con los hijos de los magistrados para instruirte y enseñarte… Tú llevas cada día tu libro con un objetivo: no seas perezoso. Debes hacer los cálculos en silencio, no dejes que se oiga tu voz. Escribe con tu mano y lee con tu boca, y medita bien. No seas holgazán, no pases un día de ocio: ¡pobre de tu cuerpo! Adáptate a los modos de tu maestro, escucha sus enseñanzas. Sé un escriba. ¡Presente!, dirás cada vez que te llamen. Cuando eso suceda, guárdate de decir ¡uf!. 

Los aprendices de escribas comenzarían su formación cuando contaban entre ocho y diez años (PARRA ORTIZ, 2003: 147) y en un primer momento llevarían a cabo sus trazos torpes sobre ostraca (fragmentos cerámicos o de piedra caliza) o tablillas de madera estucadas. Estos estudios preliminares duraban unos cuatro años (Pasé cuatro años como niño capaz, dejo escrito el Gran Sacerdote de Amón Bakenkhonsu en su estatua). Solo cuando estaban profundizando en sus conocimientos tendrían acceso al papiro y al cuero, que eran materiales más costosos. En lugares en los que el papiro era muy escaso podrían utilizar tablillas de barro y punzones de hueso, como se ha podido identificar en el oasis de Dajla. Comenzarían copiando palabras en cursiva, para proseguir con frases cortas y con fragmentos de misceláneas escolares y obras clásicas, como el Cuento de Sinuhé. A lo largo de su proceso de estudio tenían que manejar con cierta soltura las fórmulas epistolares, la gramática y nociones importantes de geografía y matemáticas (el escriba tenía que ser capaz de resolver de modo satisfactorio cálculos de tipo matemático). 

Una vez que contaba con una base adecuada, el aprendiz podría proseguir sus estudios en la Casa de la Vida de algún templo, sobre todo aquellos que habrían de ser futuros sacerdotes, médicos o magos. En el Palacio Real había también Cámaras de Enseñar a las que accedían los miembros de las élites del poder. Se sabe que en el ejército se formaba igualmente a los escribas militares y a los futuros oficiales. Parece que documentos como el Papiro de los Signos de Tanis (FRANCISCO L. BORREGO, 2015: II, 16) debían de servir de ayuda para que la persona versada en hierático se pudiera acercar a la escritura jeroglífica, ya que junto a cada signo jeroglífico se situaba su transcripción hierática y una explicación del mismo. En el poblado de Deir el-Medina, que antes mencionamos, existió una escuela para el poblado ya que se han encontrado multitud de ostraca y buena parte de ellos tiene abundantes errores, lo que sugiere que eran copias de textos realizadas por escolares. 

En todo caso, no es infrecuente que en los textos jeroglíficos los escribas, algunos de escasa habilidad, cometieran errores. Se ha conservado un texto que hace referencia a un personaje llamado Imenemhat, escriba de Menfis, de dedos excelentes (es decir, todo un experto) que visitó el complejo funerario de Dyeser en Saqqara y al apreciar la mala calidad y los errores que había en los textos dejó escrito en un grafito: Mi corazón está consternado cuando veo la obra… Es como la obra de una mujer que no sabe… He contemplado una dejadez tal que no puede proceder de un escriba a quién haya instruido Thot… 


Administración y bibliotecas 

El estado egipcio contó desde sus primeros momentos con una importante administración que llevaba a cabo los sistemas de registro y de documentación de todas las actividades de tipo económico y jurídico. En este trabajo, la labor que desarrollaron los escribas tuvo especial trascendencia. Tenemos constancia de que en el Reino Antiguo ya existió el título de Director de los Archivos Reales. Parece que lo ostentaba el propio Visir o una persona de su máxima confianza. Posteriormente, en tiempos de la dinastía XVIII, y en palabras de (DOMINIQUE VALBELLE, 1998: 58): “La Oficina del Visir se convirtió en el centro de archivo del estado, mientras que los departamentos de inventarios especializados se multiplicaban… Es en estos tiempos cuando tenemos la confirmación explícita de esta centralización de los archivos y del control sistemático que el Visir efectuó sobre el conjunto de estos documentos”. 

Dada la escasa alfabetización de los egipcios el número de bibliotecas que existieron fue escaso. Nos referimos a bibliotecas de propiedad particular. En una tumba de la dinastía XIII, sepultada bajo el templo funerario de Ramsés II en Tebas (Ramesseum) se pudo identificar la biblioteca de un sacerdote lector. Está integrada por 22 libros, entre los que había relatos (Sinuhé, El campesino elocuente), himnos religiosos, textos médicos, funerarios y mágicos, correspondencia diversa, etc. También se ha conservado la biblioteca de dos personajes que vivieron en Deir el-Medina. Se trata de Qenherjepeshef y Amennajt, de las dinastías XIX-XX). Aquí también se encontraron relatos, libros de máximas (Sátira de los Oficios), poemas de amor, himnos, textos rituales y mágicos, cartas, etc. 

Especial importancia revestían las bibliotecas que existían en las Casas de la Vida de los templos, que se denominaban Casa del Libro o Casa del Libro de Dios, entre cuyos libros abundaban los destinados a la liturgia. En el templo de Edfú, en sus paredes, se esculpió el catálogo de los libros que allí se conservaban, con indicación del título de cada uno de ellos. Los libros se protegían guardándolos en el interior de cofres de madera o de jarras de cerámica. 

El propio Platón, en una de sus obras (Timeo) nos ha dejado información acerca de las bibliotecas que había en los templos egipcios. En este caso, está hablando un sacerdote egipcio, que afirma que: Vosotros, los griegos, sois como niños. Todas las cosas que suceden entre vosotros o en nuestro país o en otra región, y de las que nos enteramos, si alguna es bella o grande o se distingue por alguna otra razón, todas han sido escritas aquí en los templos desde los tiempos antiguos y de este modo se ha conservado su memoria. 


La magia de la palabra 

Siguiendo a (JOANN FLETCHER, 2002: 109), en el antiguo Egipto: “La palabra escrita era considerada un instrumento muy poderoso, y se creía que el reducido número de personas que podían leer y escribir poseía poderes especiales gracias a sus conocimientos privilegiados. Los sacerdotes lectores, que leían en voz alta textos rituales durante las ceremonias, solían ser considerados magos, ya que eran quienes pronunciaban las palabras mágicas de poder. 

La mística que envuelve el poder de la escritura llevó al desarrollo de mitos acerca de la existencia de un libro mágico escrito por el dios Thot. Se creía que estaba oculto en una vieja tumba de Saqqara, en el norte de Egipto, y se decía que contenía una magia tal que quien lo poseyera sería capaz de hechizar a todo el universo y ver a los dioses. En la época grecorromana se decía que todo el conocimiento de Egipto esta contenido en 42 libros escritos por Thot, al que los griegos identificaron con Hermes. Así se inició la tradición mística del llamado Hermes tres veces grande (Hermes Trismegistus) y su libro de secretos mágicos, Hermética, cuya fabulosa existencia sigue intrigando al mundo”. 

Todo sugiere que el hombre egipcio tenía una visión de la realidad que impregnada por la magia difería claramente de la que poseen los hombres modernos. En el Egipto de los faraones las creencias de los individuos estaban dominadas por unos componentes religiosos, rituales y mágicos, que hacían que todo adquiriese un sentido transcendental que en nuestros tiempos, dominados por un modo de vida subordinado al pensamiento científico, hemos perdido. 

Dentro de ese contexto, los egipcios pensaban que la palabra poseía un intenso poder mágico, como trasluce en las inscripciones que se han conservado en la tumba familiar de Petosiris, que fue sumo sacerdote de Thot en Hermópolis Magna en los tiempos de la segunda dominación persa sobre Egipto. Este hombre, prototipo de místico egipcio, nos dejó escrito que: Construí esta tumba en esta necrópolis, junto a los grandes espíritus que aquí están, para que se pronuncie el nombre de mi padre y el de mi hermano mayor. Un hombre es revivido –nos dirá Petosiris- cuando su nombre es pronunciado. 

Petosiris pensaba que pronunciar el nombre de una persona permitía que ese hombre fuese nuevamente creado. Cuando la muerte alcanzaba a una persona, si su nombre, sus palabras, eran conservadas, se estaba asegurando la supervivencia del fallecido. Por contra, si el nombre era destruido, la persona sería aniquilada. En ese caso ocurriría lo que los egipcios más temían: el hombre cuyo nombre era olvidado dejaba de existir, pero es que, además, era como si nunca hubiese tenido vida. El olvido del nombre suponía la aniquilación de la existencia del hombre. Así habría ocurrido, según las creencias egipcias, con Akhenatón, el faraón cuyo nombre fue borrado, tras su muerte, en todos los lugares, en el deseo consciente de producir la aniquilación y olvido del que había sido un faraón hereje, odiado por los sacerdotes de Amón y del resto de los dioses. 


La palabra escrita 

Ra, el dios solar, emanación de Atum, el gran dios primigenio, habría propagado la creación del mundo utilizando para ello la magia de la palabra. Posteriormente, en un segundo momento, habría de ser ayudado en esa labor creadora por la intensa fuerza que es propia de la palabra escrita, es decir, de los signos jeroglíficos. En esa labor creadora Ra contaría con la ayuda de Thot, dios de la palabra, el conocimiento y la escritura. 

Ya vimos que la palabra, en si misma, tenía una intensa fuerza. Ese poder se potenciaba de manera extraordinaria cuando la palabra se ponía por escrito utilizando para ello unos símbolos mágicos cuyo origen reposaba en las propias divinidades. Los textos e inscripciones que se esculpían en las paredes de tumbas y templos tenían una intensa fuerza. Los mismos no eran realizados por cualquiera sino que se trataba de un trabajo que estaba rodeado de multitud de ritos cuyo origen reposaba en la relación entre los hombres y los dioses. En las Casas de la Vida los sacerdotes que iniciaban a los neófitos en el arte de la escritura les enseñaban que a través de los signos jeroglíficos el hombre podía entrar en contacto con la divinidad. 

Todos esos conocimientos sagrados sobre la magia de la escritura no se debían divulgar nunca a personas ajenas a los procesos iniciáticos que se desarrollaban en los santuarios egipcios. Ya comentamos antes que se conserva una estela en el Museo de El Louvre que nos ha transmitido información de un individuo que afirma que conoce todos los secretos de la escritura y de la representación de los hombres y de las cosas. Hemos de destacar, en este punto, que en las creencias egipcias existía una profunda relación entre el hombre o cualquier objeto y su representación figurativa. Hacerla implicaba crear una comunicación invisible pero real entre ambas. En Egipto el artista era realmente un mago, un iniciado. Tanto la escritura como el arte funerario exigían una inmensa habilidad técnica y profundos conocimientos adquiridos en el secretismo de los procesos de iniciación. La escritura y el arte tenían, de un lado, un profundo componente mágico, pero de otro exigían también especiales habilidades de tipo técnico en su ejecución. 


Los libros y la eternidad 

Los egipcios pensaban que los textos religiosos y mágicos más importantes no habían sido escritos por los hombres, sino por los propios dioses, sobre todo por Thot, la divinidad del Conocimiento. Escribiendo esos textos los dioses habrían legado a los hombres conocimientos profundos a los que estos solamente podrían acceder a través de procesos de iniciación. Ese es el motivo de que el Papiro Salt (825, 5-6) afirme que los libros son el poder de Ra (el dios sol) en medio del cual vive Osiris. Cuando el hombre es iniciado y llega a comprender plenamente la magia que impregna a la palabra escrita deseará no solamente leer sino incluso comer esas palabras santas. Tenemos noticias que sugieren que los grandes sacerdotes colocaban trozos de texto en un cuenco e ingerían luego las palabras sagradas. Con esa acción, de algún modo, estaban accediendo físicamente al Verbo divino. 

No cabe duda de que los egipcios creían que los jeroglíficos eran unos signos sagrados que contenían inmensos poderes. Cuando el sacerdote leía en voz alta los conjuros mágicos contenidos en un texto escrito estos adquirían plena eficacia y nacía realmente la realidad deseada. En el Libro de los Muertos (capítulo 68) encontramos una referencia acerca de las creencias egipcias sobre la importancia de los libros de magia y la iniciación para poder arribar a la inmortalidad: El difunto que conoce el libro de magia puede salir a la luz y caminar por la tierra entre los vivos. Nunca morirá (una segunda vez, en el más allá). Eso se ha demostrado eficaz millones de veces. 

El hombre virtuoso, gracias a su obra escrita, será recordando en momentos futuros en que, posiblemente, su tumba ya ni siquiera existirá y su propio culto funerario habrá caído en el olvido. El hombre que escriba un buen libro habrá de ser recordado siempre y adquirirá la inmortalidad. (FRANÇOIS DAUMAS, 2000: 315) transmite un poema, posiblemente confeccionado por uno de los alumnos de una Casa de la Vida, en el que se encuentra “un vibrante recordatorio de la inmortalidad que procura una gran obra”. El autor del pasaje insiste a lo largo del texto en que los escritos de un hombre sabio permiten que este sea recordado durante toda la eternidad. Veamos algunos fragmentos del poema: 

Estos escritores sabios del tiempo de los sucesores de los dioses, 
aquéllos que anunciaban el porvenir, 
resulta que su nombre dura para la eternidad, 
aunque se hayan ido, habiendo cumplido su vida, 
y que se haya olvidado a toda su parentela... 
Se han construido puertas y moradas para ellos, 
pero se han desmoronado. 
Sus sacerdotes de ka han desaparecido, 
sus losas sepulcrales están cubiertas de polvo, 
y sus tumbas están olvidadas. 
Pero su nombre es pronunciado 
en virtud de los libros que han escrito, 
tan perfectos siguen siendo. 
Y el recuerdo de quien los ha hecho alcanza los límites de la eternidad. 

Desgraciadamente, en nuestra cultura occidental todavía no ha llegado el momento de que el hombre sea capaz de leer, y disfrutar, esos antiguos textos egipcios cuyos autores han pasado, se han olvidado sus nombres, pero que por sus escritos eran recordados por el autor del himno que hemos citado. En palabras de (FRANÇOIS DAUMAS, 2000: 357) “cuando hayamos traducido todas las obras que nos han llegado del antiguo Egipto intentando respetar en nuestras lenguas el gusto que manifestaban los egipcios por el estilo bello, es seguro que el público moderno las apreciará en gran manera... Las arenas del Nilo están muy lejos de habernos dicho su última palabra, y la labor paciente de los sabios, que reconstituyen los miembros descoyuntados de tantas obras de valor, nos procurará todavía hermosas cosechas”. 






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