El hombre y su transcendencia en el antiguo Egipto y en los "Textos Herméticos"

Las fórmulas y rituales que se integran en el “Libro de los Muertos” de los antiguos egipcios, conocido por estos como “Libro de la Salida del Alma hacia la Plena Luz del Día”, ofrecen la creencia de que cuando el hombre fallece su espíritu inicia un proceso de elevación que debe culminar, tras ser liberado de las imperfecciones de la materia, con su glorificación y transformación en un espíritu luminoso (akh) asimilado al gran dios primigenio que resplandece en el interior de las creencias religiosas de este pueblo milenario. 

A lo largo de sus distintos pasajes el libro nos narra ese proceso de paulatina transformación del alma del fallecido en un ser de Luz que llegará a desligarse totalmente de la materia. La rúbrica final, en efecto, nos dice que: “Este libro te enseñará las Metamorfosis por las cuales pasa el Alma bajo los efectos de la Luz. En verdad, este Libro es un misterio muy grande y muy profundo. No lo dejes jamás entre las manos del primero que llegue o de un ignorante”. 


La Creación por el Espíritu 

Los “Textos de las Pirámides”, fechados en el Imperio Antiguo, sostienen que en el principio de los tiempos solamente existía el Nun. En esos momentos todavía no existían el cielo ni la tierra, los dioses no habían nacido y los hombres tampoco habían sido creados. En aquellos tiempos remotos, en que ni siquiera existía la muerte, solo estaba el Nun. 

Según esas antiguas creencias que se remontan a los primeros tiempos de la historia de Egipto el Nun vendría a significar la materialización del caos inicial que existía antes de la creación. El Nun sería un inmenso abismo de aguas primordiales inertes en las que estaría inmerso, diluido y sin conciencia, el espíritu de Atum, el gran dios creador. 

En el trasfondo de estos antiquísimos textos se encuentra la creencia de que hubo un momento en que Atum, padre de la creación, llegó a tomar conciencia de sí mismo y se desdobló, gracias a su voluntad, en dos partes de un mismo ser. De un lado, el propio Atum, el espíritu creador, y de otro Ra, la conciencia de la creación. En ese preciso instante fue cuando, según los mitos egipcios, se habría iniciado el gran acto de la creación. Fue entonces cuando se produjo el paso de la no-existencia a la existencia. Destaca en estas creencias que los egipcios, desde los primeros momentos del Imperio Antiguo, pensaban que el mundo había surgido como una obra consciente de Atum, es decir del espíritu, a través de la cual este dios primigenio había puesto orden en la materia inerte que hasta entonces el Nun había significado. Desde esos primeros momentos de su historia, los egipcios eran conscientes del dualismo que existe en el universo, en el que continuamente se está produciendo el enfrentamiento entre el espíritu, elemento creador, de un lado, y la materia, elemento inerte, de otro. 


El principio divino de la vida 

El hombre moderno es capaz de distinguir con claridad dos elementos que conforman todo ser humano: de un lado, el cuerpo (pura materia) y de otro el alma (espíritu). Los antiguos egipcios, sin embargo, tenían la creencia de que en el compuesto espiritual del hombre intervienen no uno sino dos elementos, a los que denominaban ba y ka. 

A la hora de intentar definir lo que el ka representaba para los egipcios los estudiosos no suelen ponerse de acuerdo. Dependiendo de los distintos autores es frecuente encontrar concepciones diversas que intentan aproximarnos a esta idea, en principio extraña a nuestra mentalidad moderna. En todo caso, el concepto que los egipcios tenían del ka parece estar relacionado con la existencia de un doble inmaterial del cuerpo, en el que primaría, sobre todo, su componente energético. El ka es esencialmente energía y precisa que se le destinen ofrendas funerarias (alimentos) que permitan que esa energía se renueve. La existencia del ka, por otro lado, en cuanto doble inmaterial del cuerpo, hace que en las tumbas se representen dos personajes, de un lado, al propio fallecido, de otro, a su ka. 

Si analizamos los viejos textos sapienciales egipcios, por ejemplo la máxima número 26 de la “Sabiduría de Ptahhotep” (Sobre la justa utilización de la energía), pronto se confirma la idea del intenso componente energético existente en la noción de ka. De algún modo, a través del ka los individuos estarían participando de la inmensa energía del universo. Esa energía, o soplo divino, era la que daba a la materia una forma concreta. Posiblemente el ka de los seres venía a representar la individualización en cada uno de ellos de la energía del gran dios primordial. De algún modo, a través del ka los seres participaban de la divinidad, con la que podían llegar incluso a integrarse espiritualmente en el curso de las iniciaciones que se celebraban en la Casa de la Vida de los templos. 

El hombre, en cuanto elemento individualizado, surgía cuando se producía la unión de la materia (cuerpo) y del ka, principio divino de la vida. Esa unión daba origen al ba, es decir al alma o conciencia propia de cada uno de los hombres. A modo de síntesis, en el hombre habría dos seres que estarían habitando en un mismo cuerpo: un ser material y otro espiritual (ka). La combinación de ambos producía el nacimiento del ba, es decir, del hombre dotado de un alma individualizada. 

Esas creencias son las que motivan que cuando los egipcios representen a Khnum, el dios creador, en su acción de modelar al hombre en su torno de alfarero, lo hagan creando a dos figuras. Una de ellas es el cuerpo del hombre, la otra es su ka, su doble inmaterial. Según estas ideas, en suma, el hombre vendría a ser un ka viviente, es decir, un ka encarnado en la materia, de modo que cuando llega el momento de la muerte el ka, inexorablemente, deberá abandonar el cuerpo en el que hasta entonces ha habitado. Los “Textos de las Pirámides” nos hablan de esa inevitable disociación que se produce cuando el hombre muere afirmando que en ese momento “el espíritu es para el cielo y el cuerpo para la tierra”. 

Pensaban también los egipcios que para conseguir la inmortalidad del espíritu era imprescindible que cuando falleciese la persona el ba y el ka permanecieran unidos. El alma (ba) debía seguir vinculada al ka, es decir al principio divino que le había dado su personalidad. En otro caso el ba sería aniquilado, cosa que producía inmenso temor a los egipcios. 


El nacimiento como mancha 

Pensaban los egipcios que el espíritu de la persona fallecida, una vez que quedaba liberado de las imperfecciones de la materia y despojado de manchas y faltas, llegaba a ser glorificado y se asimilaba en cuanto espíritu luminoso (akh) con la divinidad primordial que había creado el cosmos. Dentro de esa necesidad de liberar de manchas al espíritu sobresale en los textos una creencia antigua en la existencia de una falta que el hombre arrastra por el solo hecho de nacer. En efecto, los egipcios pensaban que el hombre, cuando nace, trae consigo una mancha que ellos denominan en sus textos “pecados de los padres” o “pecado de la madre”. Veamos lo que en este sentido nos dice, por ejemplo, el capítulo LXIV del “Libro de los Muertos”: 

“He aquí que llego ante ti, ¡oh dios, cuya voz resuena como un trueno en la vasta Región de los Muertos! ... Los pecados de mis padres, ¡que no me sean imputados a mí!”. 

En este conjuro, el espíritu del fallecido pide que no se le achaquen a él las faltas que se le puedan imputar por el propio hecho de haber nacido. Posiblemente, en el trasfondo de estas creencias se encuentre la idea de considerar como algo oprobioso para el espíritu el hecho de que el ka llegue a encarnarse en la materia. Esta idea, sin duda, no estuvo generalizada entre todos los egipcios, pero si pudo ser compartida por las mentes más preclaras de su mística, es decir, por los sacerdotes que redactaron las fórmulas mágicas que el “Libro de los Muertos” y tantos otros textos similares contienen. Según estas creencias, existían, en suma, dos tipos de faltas o pecados que podían impedir que el espíritu se transformase tras la muerte en un ser luminoso, de un lado las faltas que se arrastran por el solo hecho de nacer, es decir, por la encarnación; de otro, las cometidas por el fallecido a lo largo de su existencia, que habrían de ser ponderadas en lo que se conoce como “Juicio de Osiris”. 


El combate con Apofis 

En los textos sapienciales sobresale de manera reiterada la idea de que el cuerpo del hombre, lo que los egipcios denominaban “el vientre”, es la residencia donde habitan los instintos más viles y malvados. Tras la muerte el espíritu inicia un proceso de liberación de la materia en el que debe escapar de los ataques que representan las apetencias materiales, que suelen simbolizarse como una serpiente. 

En los mitos egipcios, la serpiente Apofis, prototipo del Mal, venía a ser el símbolo de la Tierra, de las Tinieblas y de la Obscuridad. Ra, señor de la Luz, tenía que enfrentarse a ella todas y cada una de las noches cuando tras la puesta de sol se internaba en el mundo subterráneo y tenebroso en el que Apofis reinaba. La serpiente, pura materia y ausencia de Luz, intentaba cada noche derrotar a Ra, con la finalidad de que al día siguiente no se produjera el nacimiento del sol. 

De igual modo que Ra se enfrentaba todas las noches con Apofis, el “Libro de los Muertos” contiene diversos conjuros que nos hablan de los enfrentamientos que se producen entre los espíritus que pretenden elevarse y diversas serpientes a las que deben vencer para, una vez victoriosos sobre la materia, poder acceder a las regiones luminosas. Veamos la fórmula contenida en el capítulo VII: “¡Oh tú, nefasta criatura de cera (se refiere a la serpiente Apofis), que vives para la destrucción de los débiles y de los desamparados! ¡Aprende que yo no soy débil! ¡Que no soy un alma agotada y desfalleciente! ¡Que tus venenos no podrán penetrar en mis miembros! Pues mi cuerpo es ¡el cuerpo del propio Atum! Y de no sentirte tu misma agonizar ¡tampoco las angustias de la agonía podrán alcanzar mis miembros! ¡Porque yo soy Atum en medio del Océano celeste (Nun)! Y en verdad, ¡todos los dioses me protegen, eternamente!” 

El “Libro de los Muertos” contiene otros conjuros similares, así en el capítulo XXXIX: “¡Vete! ¡atrás! ¡largo de aquí, oh demonio Apofis, o serás ahogado en lo profundo del Lago del Cielo, allí donde tu Padre celeste había ordenado que murieses...! ¡No te acerques al sitio donde nació Ra! (En verdad, ¡lleno de miedo estás!) ¡Mírame! ¡yo soy Ra! ¡yo siembro el terror! ¡retrocede!, pues, demonio ante las flechas de mi luz ...” 

El espíritu, vencida la materia, habrá de avanzar hacia la Morada del Rey de los dioses (capítulo LXXVI) conducido por un espíritu alado. Otros capítulos, así el LXXVII nos hablan de cómo se produce una metamorfosis en halcón de oro y el alma emprende el vuelo hacia el Cielo, planeando igual que un gran halcón. El capítulo LXXX nos dice, por su parte, cómo el espíritu, en el Cielo, será transformado en un dios que iluminará las tinieblas. Otros textos del “Libro de los Muertos” nos ofrecen diversos conjuros que facilitarán el proceso de ascensión hacia la Luz previa transformación del alma en diversos tipos de aves: garza real (LXXXIV), golondrina (LXXXVI), etc. 


La Gran Transformación 

Según las creencias egipcias que estamos analizando el proceso que sigue a la muerte del hombre debe culminar con lo que ellos denominaban “Salida del Alma hacia la Plena Luz del Día”. Los textos recogen multitud de conjuros que deben permitir que el espíritu pueda acceder a esa Luz plena, evitando los obstáculos que se le han de oponer en las regiones del Mundo Inferior. Una vez en la Luz, glorificado ya como dios, el espíritu se identifica con Atum, el dios primordial: “Yo soy Hoy. Yo soy Ayer. Yo soy Mañana –nos dice el capítulo LXIV-. A través de mis numerosos nacimientos permanezco joven y vigoroso. Yo soy el Alma divina y misteriosa que en otro tiempo creó a las divinidades del Duat, del Amenti y del Cielo”. El espíritu del difunto, identificado con el Principio Creador (Atum) es ya un ser de Luz, un espíritu luminoso, que ha quedado despojado de la materia. 

En otro capítulo del Libro (CLXXI) el difunto pide a Atum y a otros dioses que le concedan un vestido de pureza (es decir, de Luz) que destruya las imperfecciones que todavía pueda tener: “¡Conceded a mi Espíritu santificado este Vestido de Pureza! ¡Prestadme el vigor y la potencia mediante la fuerza mágica de ese Vestido de Pureza! ¡Destruid el Mal que se agarra a mi Alma! Con objeto de que, cuando llegue el Juicio, a la faz de la Eternidad, sea reconocido puro e inocente! ¡Oh dioses! ¡Destruid el Mal que se agarra a mi persona!”. 

El estudio de diversos textos procedentes, sobre todo, del “Libro de los Muertos” nos ha permitido profundizar en las creencias que existían acerca de la naturaleza del hombre y su transcendencia en el Egipto de los faraones. Destaca, en principio, la visión pesimista que impregna el propio hecho del nacimiento; en efecto, vimos que la encarnación del alma se considera un pecado que el hombre arrastra por el propio hecho de nacer. Esa visión pesimista del hombre y de la carne (la materia) se confirma en los textos sapienciales al afirmar en diversos momentos que el hombre en el que el vientre prevalezca sobre el corazón no llegará a la Luz. 

Por contra, si los textos ofrecen una imagen pesimista del hombre y de la materia, no es menos cierto que brindan una visión optimista de la muerte y del más allá. Si el hombre, a lo largo de su vida, ha actuado conforme a lo que es justo, simbolizado por la diosa Maat, será declarado “Justo de Voz” en el Juicio de Osiris y su espíritu adaptará su vida eterna en el más allá al propio destino del dios, con el que se asimilará. En suma, el hombre participa de la naturaleza divina a través de su ka y si su vida terrena se ajusta a lo que los egipcios conocían como “vía del corazón”, es decir, si actúa de modo justo, tras su muerte se producirá la Gran Transformación que terminará convirtiéndole en dios. Al difunto, una vez glorificado, se le manifestaba su akh, es decir, su inmensa potencia espiritual fruto de la unión del ka y del ba. Pasaba a ser, así, un ser de Luz, un Luminoso, un Glorificado, un Dios, en suma. 

El “Libro de los Muertos”, alguno de cuyos capítulos hemos ido mencionando, nos habla de ese proceso de renacimiento y de transfiguración del fallecido, gracias al cual, y a través de la muerte, el espíritu alcanzaba otros mundos superiores en los que era glorificado. Como dice su rúbrica final: “Este Libro trata del perfeccionamiento del Espíritu santificado en el seno de Ra, le confiere el dominio junto a Atum, le magnifica junto a Osiris, le vuelve poderoso junto al Señor del Amenti y digno de veneración junto a las Jerarquías divinas”. 


La religión de la Mente 

Las ideas egipcias acerca del hombre, su naturaleza dual y su transcendencia después de la muerte, que hemos venido desarrollando en los epígrafes anteriores habrían de impregnar en los tiempos del helenismo las posteriores creencias de la denominada “religión de la Mente”, es decir, del Hermetismo. En las mismas se nos ofrecerán dos visiones claramente diferenciadas acerca de la función del hombre en el cosmos; de un lado, la que es propia del libro denominado “Kóre Kósmou”, que destaca por su profundo pesimismo; de otro, la que se desarrolla en el “Libro de Asclepio”, que habría de ejercer una profunda influencia en los tiempos del Renacimiento y en la que se afirma, en un tono claramente optimista, que el hombre es el gran milagro de la creación. 

Tanto la visión pesimista como la optimista que acerca del hombre se pueden detectar en el Hermetismo tienen claros antecedentes en los textos que el antiguo Egipto nos ha legado. A lo largo de su dilatada historia Egipto supo ir asumiendo las creencias religiosas y espirituales que se habían desarrollado en momentos anteriores al mismo tiempo que las iba integrando en las nuevas ideas que iban surgiendo. Ese dilatado proceso histórico de formación de las creencias y esa negativa a olvidar todo aquello que en otros tiempos había sido considerado sagrado es el motivo de que en algunos capítulos del “Libro de los Muertos” se ofrezcan ideas que parecen contradecir otras expuestas en otros lugares del libro. En ese sentido, pensamos que las contradicciones que existen en el Hermetismo acerca de la naturaleza del hombre y de su función en el cosmos ya estaban presentes muchos siglos antes en las creencias espirituales del antiguo Egipto, de las que derivan aquellas. A modo de ejemplo, en las “Instrucciones a Merikare” se nos ofrece una visión claramente optimista sobre el hombre cuando su autor nos dice que todo lo que existe ha sido hecho por dios para que sirva al hombre. Por contra, ya vimos que en el “Libro de los Muertos” se ofrece una visión negativa del hombre, en cuanto encarnación del ka, al sostener que, por el solo hecho de nacer, el hombre arrastra una mancha o pecado. 

En los “Textos Herméticos” se expresa la creencia de que el papel del hombre, en síntesis, es el de rendir culto a dios y cuidarse, a través de unos ritos apropiados, del mantenimiento del orden del cosmos. Todo ello coincide con los elementos que distinguen a la religión egipcia, en la que jugaban un papel de gran transcendencia los rituales diarios que habían de desarrollarse en los templos en relación con el cuidado de los dioses y con el orden y equilibrio del mundo creado, presidido todo por la idea de justicia propia de la diosa Maat. Vimos antes que los antiguos egipcios, o al menos las mentes más preclaras de su mística, pensaban que existe en el hombre una participación en la naturaleza divina y que el destino del espíritu, tras la muerte, es integrarse con dios. Esas mismas creencias veremos que son las propias del trasfondo último del Hermetismo. En ambos casos, no obstante, debe destacarse que esas creencias o conocimientos no eran ofrecidos a todos sin más, sino que solo eran conocidas a través de un procedimiento de iniciación en los misterios que primero se vino desarrollando en la Casa de la Vida de los templos y que luego fue igualmente practicado en los reducidos círculos de iniciados en las enseñanzas de Hermes. En ambos casos a esos conocimientos secretos solamente se podía llegar a través de los ojos del corazón. Los ojos de los hombres, por si mismos, no pueden contemplar la Luz del Supremo. Es necesario seguir un proceso iniciático que permita que despierte el componente divino que está aprisionado en la materia del hombre. 


Textos Herméticos 

Hermes Trimegisto (tres veces grande) es la denominación que los filósofos griegos utilizaron para referirse al antiguo dios egipcio Thot, señor del conocimiento y de la sabiduría. En ese sentido, tenemos constancia de que cuando Heródoto visitó Egipto ya denominó templo de Hermes a un santuario consagrado a Thot (II, 138). 

Thot, gran dios de Hermópolis Magna, en el Alto Egipto, era uno de los dioses primordiales egipcios, encabezando una ogdóada de dioses que según antiquísima creencia se habría asentado sobre la colina primigenia de Hermópolis. Creador de las ciencias y de las artes vinculadas a la escritura Thot era una divinidad que jugaba un papel de gran transcendencia en las Casas de la Vida, en donde se estudiaban los conocimientos que había legado al hombre, vinculados con las creencias religiosas, la magia, la medicina, la astrología y la alquimia. 

Para los helenistas herméticos y posteriormente para los pensadores humanistas del Renacimiento, desde Marsilio Ficino a Giordano Bruno, Hermes (Thot) habría sido el gran profeta de la humanidad. Él habría sido quien enseñó sus conocimientos a otros hombres que como Moisés u Orfeo habrían de jugar luego un papel transcendental en la historia de las religiones. 

En el siglo II a.C. diversos tratados egipcios atribuidos a Hermes comenzaron a ser traducidos al griego. Se trataba de unos textos que habrían de alcanzar un notable éxito en la medida en que ofrecían esperanza y certezas a la filosofía griega en un ámbito, la religión, en el que los egipcios no tenían rivales. 

De manera paulatina habría de producirse una influencia mutua de lo griego y de lo egipcio, de cuya interacción iría surgiendo lo que hoy se conoce como hermetismo filosófico que sobre el fondo que supone el conglomerado religioso egipcio desarrollaría luego unas concepciones que se sitúan en el marco teórico del medioplatonismo (cubriendo el espacio existente entre el propio Platón y la filosofía neoplatónica). En palabras de Xavier Renau, el Hermetismo habría de elaborar “una refinada espiritualidad basada en la piedad por medio del conocimiento”, o en definición del propio “Libro de Asclepio”, una religión de la mente. 

En el Hermetismo pronto se aprecia que no existe una clara unidad doctrinal. Fruto del flujo y reflujo de creencias se puede afirmar que existen realmente dos hermetismos. De un lado, tendríamos el Hermetismo pesimista, que acusa la influencia egipcia y también de otras culturas orientales (persa, judía y babilónica). Destaca por presentar unas concepciones de marcado carácter dualista en las que la materia se distingue, en esencia, por su maldad. El hombre es concebido como cárcel del alma, estando revestido de una túnica aborrecible que le impide reconocer la belleza de la verdad y el bien que en ella reside (Tratado VII). El Hermetismo pesimista habría de ejercer una notable influencia sobre las doctrinas gnósticas. 

Por otro lado, existe también el denominado Hermetismo optimista, en el que también se acusa la impronta egipcia, influenciada luego, además, por la filosofía griega. La idea central de esta corriente es que el hombre es un ser digno de admiración, en la medida en que desarrolla una función fundamental para el mantenimiento del orden del cosmos. El hombre, nos dice el “Libro de Asclepio”, es un gran milagro. Es un ser vivo digno de toda veneración y honor. 

Los “Textos Herméticos”, sostiene Xavier Renau, recogerían las enseñanzas religiosas y filosóficas de una comunidad de hombres que no se limitaba a la mera discusión teórica de las cuestiones sino que buscaba vivir una experiencia que se iniciaba con el diálogo, continuaba con la plegaria y terminaba con el recogimiento místico (iluminación divina). 


Kóre Kósmou 

El libro conocido como “Kóre Kósmou” es uno de los textos que se integran en la Antología de Juan de Stobi, que habría vivido en Macedonia entre los siglos V y VI d.C. En él se nos habla de la existencia de dos mundos, el que está arriba (el cosmos) y el que está abajo (nuestro mundo), afirmándose que solamente a través de la revelación puede el hombre llegar a conocer el modo en que el mundo superior ha sido ordenado. Isis y Osiris habrían instituido en la tierra unos misterios o funciones sagradas que, en suma, vendrían a significar la prolongación en nuestro mundo de los misterios del cosmos o mundo superior. 

La revelación de los secretos del cosmos es algo que solo es accesible a los iniciados en los misterios. Hermes, que lo conoció todo, habría grabado esos misterios en libros sagrados que quedaron luego silenciados y ocultos, constituyéndose desde entonces en objeto de búsqueda por parte de las generaciones que habrían de ir naciendo. 

El “Kóre Kósmou” nos dice que a Hermes “le vino a la mente la precisa decisión de depositar los sagrados símbolos de los elementos cósmicos cerca de los secretos de Osiris”. Luego habría ascendido a los cielos, exclamando antes: “Oh, libros sagrados, que fuisteis creados por manos incorruptibles y ungidas con el filtro de la inmortalidad, vosotros sobre quienes tengo poder, permaneced incólumes e incorruptibles por el transcurso de toda la eternidad haciéndoos incontemplables e indescifrables para todo aquél que vaya a recorrer las llanuras de esta tierra, hasta que el anciano cielo haya dado a luz sistemas dignos de vosotros, que el creador denominó almas”. 

Es decir, según las creencias herméticas, Hermes habría conocido los secretos del cosmos en un momento en que todavía no existían, siquiera, las almas y, por tanto, menos aún los hombres. La revelación de esos misterios solo podría ser accesible para las almas una vez que estas fueran creadas por el Supremo. El hombre, en cuanto compuesto de cuerpo y de alma, no podrá acceder a esa revelación salvo que el alma consiga aflorar y prevalezca sobre la materia del cuerpo. Desde la pura materia, en las creencias herméticas, no es posible acceder a la revelación. A través de la iniciación solamente las almas más puras podrán acceder al conocimiento sagrado. 


Rebelión de las almas 

Afirma el “Kóre Kósmou” que hubo un momento en que el Supremo deseó que el mundo superior no estuviera inactivo, sino que decidió llenarlo de espíritus, es decir de criaturas dotadas de pneuma divino (almas-astros), buscando con ello el movimiento y la acción en el cosmos. Hizo así nacer Dios miríadas de almas, creando un total de 60 grados de ellas (todas, eso sí, inmortales) cuyo destino sería poblar las distintas regiones del cosmos, cada una de ellas en un lugar concreto, adecuado a su propia naturaleza. 

Insistió el Creador en que las almas debían situarse en el lugar que él las había asignado, advirtiéndolas que “si cometiereis algún acto de rebeldía contra mis propias resoluciones os juro por mi sagrado aliento que con la misma mezcla de la cual habéis nacido y con mis mismas manos creadoras de almas, fabricaré de inmediato cadenas y suplicios para vosotras”. 

Desgraciadamente, las almas no tardaron en transgredir las disposiciones divinas y dotadas de una audacia indiscreta e impía, llenas de curiosidad, abandonaron sus propias secciones y no permanecieron en los lugares que tenían asignados. Ante esta situación, Dios no dudó en castigar a las almas: resolvió crear al hombre para que en él sufriesen castigo eterno las almas, que no habían seguido sus deseos. 

Sigue narrando el “Kóre Kósmou” que las almas, cuando conocieron que su destino era el de ser encarceladas en los cuerpos de los hombres comenzaron a gemir y lamentarse de modo similar a como lo hacen los animales salvajes cuando son obligados a vivir en cautiverio: “Sufrimos –dirán- la terrible desgracia de ser separadas de todos vosotros (el cielo y los astros) y, lo que es peor, tras ser arrebatadas de las cosas grandes y luminosas, de lo sagrado envolvente, de la opulenta bóveda celeste y de la felicidad participada con los dioses, vamos a ser de este modo encerradas en unos indignos y abyectos cuerpos. ¿Pero qué acto tan vergonzoso hemos podido cometer, desgraciadas de nosotras?”. 

Las almas eran conscientes de que habían quedado atrapadas en unos cuerpos acuosos y rápidamente disolubles, nos dice este texto hermético, a través de los cuales ya solo podrían contemplar, en tamaño ínfimo, a su progenitor el cielo. Con los ojos de los hombres, las almas ya no podrían disfrutar contemplando la Luz de Dios. Los ojos de los humanos, por si mismos, no la pueden ver. 

Atormentadas, las almas terminaron suplicando perdón a Dios y este, finalmente, en su gran bondad, decidió ofrecerlas un motivo de esperanza. En efecto, si las almas, en su paso por la existencia humana, actuaban de una manera virtuosa, sin cometer faltas graves, tras la muerte del cuerpo que las aprisionaba se produciría su abandono del lazo perecedero de la carne y podrían retornar, ya libres de sollozos, a los cielos. Sin embargo, si cometían faltan graves durante su vida como hombres las almas jamás llegarían a alcanzar el cielo y en adelante ya ni siquiera ocuparían cuerpos humanos, sino que pasarían el resto de su existencia errantes entre los animales irracionales. Estas creencias son similares a las que Platón, que vivió parte de su vida en Egipto, exponía en su obra “Timeo”. 

Según el “Kóre Kósmou”, las almas más justas, es decir las que experimentan más profundamente el cambio hacia lo divino, son las que cuando habitan los cuerpos humanos sobresalen como reyes justos, filósofos, legisladores, profetas de los dioses, músicos, astrónomos, etc. 


La redención de Osiris 

A pesar de que el Supremo había ofrecido a las almas una clara esperanza de redención, lo cierto es que en un momento posterior habría de producirse lo que se conoce como la segunda rebelión de las almas. Aprisionadas en los cuerpos de los hombres por su primer acto impío ocurrió ahora que las almas no podían soportar la afrenta que el justo castigo de Dios les suponía. Con nuevos actos de impiedad las almas buscaban ahora la disputa con los dioses del cielo, utilizando los cuerpos de los hombres, los únicos medios que poseían, para rebelarse de nuevo. Como consecuencia de ello las guerras, las matanzas y el salvajismo se hicieron los señores del mundo inferior: “los más fuertes quemaban y mataban a los débiles y arrojaban de lo alto de los templos tanto a los vivos como a los cadáveres”. 

Presionado por los elementos (Fuego, Aire, Agua y Tierra) el Supremo decidió manifestarse a los hombres para acabar con esos actos de salvajismo y ofrecerles leyes y esperanza en el futuro. Con esa finalidad, Osiris (emanación de la voluntad de Dios) fue enviado a nuestro mundo, en el que habría de jugar el inmenso papel de gran dios civilizador, aportando la ayuda y el socorro divino a un mundo necesitado de todo. 

Hemos profundizado en la visión intensamente negativa que el “Kóre Kósmou” ofrece acerca del hombre y de su papel en el cosmos, que consiste, en suma, en ser utilizado como castigo o prisión para las almas rebeldes. Ese es el motivo, tanto en el antiguo Egipto como en el Hermetismo, de que la materia sea considerada como algo que ahoga la espiritualidad del alma. Existe una similitud entre las ideas plasmadas en el “Kóre Kósmou” y las creencias egipcias que expusimos anteriormente acerca de ese pecado o mancha que el hombre arrastraría por el solo hecho de nacer (los llamados pecados de los padres). 

En ambos casos se piensa que es necesario que el hombre actúe de manera justa a lo largo de su vida para que de ese modo, tras la muerte, su espíritu pueda retornar a los cielos. El hombre, cuando nace, arrastra un intenso componente negativo. Su función en el cosmos es de castigo, si bien puede redimirse a través de una vida virtuosa. 

Las almas, en el “Kóre Kósmou”, gimen cuando son aprisionadas en el vestido de la carne. Los espíritus, en el “Libro de los Muertos” piden un vestido de Pureza que les libere de las imperfecciones y faltas de la materia. Tras la muerte, tanto los egipcios como los iniciados en el Hermetismo, serán juzgados. Solamente los puros, los que no han cometido faltas graves, podrán ver como sus almas se elevan hacia los reinos de Dios, transformadas, en ambos casos, en espíritus puros (seres luminosos). 


Libro de Asclepio 

Hemos analizado la visión pesimista que acerca del hombre se encierra en el “Kóre Kósmou”. Otros textos herméticos, sobre todo el “Libro de Asclepio”, se distinguen, por contra, por ofrecer una visión claramente optimista. En ellos se afirma que el hombre ha sido creado para que se ocupe del cuidado del mundo inferior, así como para atender a los cultos que se deben rendir al Supremo y al mundo superior (el cosmos). 

Esta visión optimista del hombre tiene también sus antecedentes en Egipto, en donde los ritos resultaban imprescindibles para el mantenimiento del orden del mundo creado. En los templos egipcios, todos los días, los sacerdotes seguían unos rituales muy concretos y llevaban a cabo ofrendas a los dioses para conseguir, día tras día, que la diosa Maat, símbolo del orden y de la justicia, reinara triunfante en el cosmos. 

El optimismo del “Libro de Asclepio” tienen también claros antecedentes en las ideas desarrolladas por la filosofía griega, sobre todo Platón (Timeo) y sus seguidores. Según las creencias platónicas el hombre habría sido creado ya que resulta imprescindible para asegurar que el cosmos quede completo. Sin la presencia del hombre el cosmos sería algo parcial e imperfecto. 

El “Libro de Asclepio”, obra de los primeros siglos de nuestra era y que ya es citado por el cristiano Lactancio a principios del siglo IV, habría de convertirse en una de las fuentes primordiales de la antigua sabiduría pagana, ejerciendo profunda influencia en los posteriores momentos del Renacimiento (Ficino, Bruno, Campanella, etc.). Es una obra que nos habla de los grandes temas de la filosofía religiosa del Hermetismo: el puesto del hombre en el cosmos, la naturaleza de Dios y los principios en los que se asienta el orden del cosmos. 

El pavimento de la catedral de Siena nos ha dejado una muestra evidente de la influencia de este libro en los hombres del Renacimiento. En él se aprecia una representación de Hermes Trimegisto que está entregando los libros del conocimiento sagrado a dos personajes que simbolizan a Oriente y a Occidente. La mano derecha de Hermes reposa sobre una tabla que reproduce, precisamente, uno de los textos del Asclepio. 


El hombre y el cosmos 

Para las concepciones herméticas que se plasman en el “Libro de Asclepio” el hombre es, en esencia, “un gran milagro”, un ser digno de veneración y honor, un ser que conocedor del carácter divino que se integra en su naturaleza no duda en despreciar el otro componente material, es decir, su mera naturaleza humana. El hombre es digno de admiración en la medida en que entre todos los seres vivos es el único adornado con la cualidad del pensamiento. Gracias a esa cualidad el hombre puede alzar su mirada al cielo y tomar conocimiento del plan de Dios. 

Según el libro, el Señor, hacedor de todas las cosas, Dios, llegó un momento en que a partir de sí mismo decidió crear un segundo dios, que fuese visible y sensible, es decir, un dios que fuese perceptible por los sentidos. Dios creó luego al hombre porque deseaba, en su grandeza y bondad, que otros seres pudieran contemplar la belleza de este dios (el cosmos) que había creado de sí mismo. Existe una estrecha similitud de estas ideas con las creencias egipcias sobre la creación del mundo. En efecto, vimos antes que Atum, divinidad primigenia egipcia, espíritu creador, decidió desdoblarse en dos partes y dio origen a Ra, el sol, dios comprensible y visible por los ojos de los hombres. De algún modo, tanto en Egipto como en el Hermetismo se pensaba que el Creador se manifestaba a los hombres a través del gran milagro del cosmos. 

El papel del hombre en el cosmos se relaciona con la dualidad de su naturaleza (materia y espíritu). El hombre está dotado de una constitución que es en parte mortal (el cuerpo) y en parte inmortal (el alma). La finalidad del hombre, así compuesto, es la de admirar y adorar las cosas del mundo superior, a la vez que habita y gobierna las cosas del mundo inferior. El cosmos, en suma, habría sido creado para que el hombre, a través de él, pudiese contemplar al Supremo. En síntesis, para el “Libro de Asclepio” todo existe para el hombre y el hombre existe para Dios. 

Esa idea ya fue plasmada en el Egipto de los faraones por el autor de las “Instrucciones a Merikare”, que nos dejó escrito que “Dios ha hecho para los hombres el Cielo y la Tierra, ha calmado para ellos la avidez de las aguas, ha hecho el aire para dar aliento a sus narices, los ha creado a su propia imagen, se eleva por ellos cada día en el Cielo. Para los hombres hizo los vegetales, los pájaros y los peces, para alimentarlos”. 

El hombre solamente puede encontrar su total plenitud cuando a través de la contemplación de la divinidad llega a ser capaz de despreciar su componente mortal, que le ha sido incorporado a causa de su función de ocuparse del cuidado de nuestro mundo. El hombre actúa de un modo justo cuanto a través de una vida de piedad y de dedicación al cuidado del mundo inferior consigue ser grato al Creador. Entonces, cuando termine el tiempo de su servicio en la tierra, una vez que sea descargado de la tarea de custodia de nuestro mundo y libre igualmente de las ataduras de lo mortal, habrá llegado el momento en que el hombre, puro y santo –en palabras del Asclepio- será restituido a la condición de su parte superior (divina): “Éste es el premio que espera a los que viven en la piedad para con Dios y atienden al mundo con diligencia”, convertirse en dioses. Y todo ello debido a que según nos indica este libro sagrado: “la verdadera, pura y santa filosofía” no consiste sino “en honrar a Dios con una mente y un alma sencillas, reverenciar sus obras y dar gracias a la voluntad divina, la única completamente llena de bondad”. 


Petosiris, modelo de piedad 

En los textos de la tumba de Petosiris, que fue Sumo Sacerdote de Thot en Hermópolis en los tiempos previos a la llegada de Alejandro Magno a Egipto, es decir, en los momentos de la dominación del país del Nilo por los persas, encontramos plasmadas las creencias que este hombre santo tenía acerca del Supremo, de los caminos que conducen a él y del destino del hombre cuando le llega la muerte. A través de este singular personaje apreciamos que las concepciones egipcias y herméticas sobre estos grandes temas eran muy similares. Una breve exposición de las inscripciones de la tumba de Petosiris nos permitirá culminar el trabajo que nos ocupa. 

Ante todo, para Petosiris el camino hacia Dios es seguir en la vida la vía del corazón, es decir, la vía de la piedad, no el camino del vientre (la materia). Dice, en ese sentido, una de las inscripciones: “¡Oh, vosotros que vivís sobre la tierra y vosotros que vais a nacer, que vendréis a este desierto, que veréis esta tumba y pasaréis ante ella: venid. Yo os conduciré al camino de la vida, de forma que podáis navegar con buen viento, sin que quedéis varados, para que alcancéis la morada de las generaciones, sin llegar a la aflicción. 

Yo soy un difunto excelente, sin faltas –nos sigue narrando la inscripción-. Si escucháis mis palabras, si os unís a ellas, encontraréis su excelencia. El buen camino es servir a dios. Bendito aquél cuyo corazón le conduce a ello. Os hablo de lo que me aconteció. Haré que conozcáis los designios de dios. Haré que percibáis el conocimiento de su poder. 

He llegado aquí, a la ciudad de la eternidad, porque realicé el bien sobre la tierra, porque llené mi corazón con el camino del dios, desde mi juventud hasta este día. Me tiendo con su poder en mi corazón, me alzo haciendo lo que su ka desea. Practiqué la justicia y aborrecí la falsedad, sabedor de que él vive por ella, y en ella se satisface”. 

Destaca como segundo aspecto de interés que Petosiris era consciente de que después de su vida en la tierra, tras su muerte, para poder integrarse con Dios sería necesario que lograse superar un juicio en el que sus actos serían pesados y valorados. Se trata de lo que conocemos como “Juicio de Osiris”, que permitía que los justos que salieran victoriosos del mismo se transformasen en dioses, asimilados a Osiris. Uno de los textos de la tumba nos dice que: “Yo fui puro, como desea el ka de dios; no me asocié con el que ignoraba el poder del dios, apoyándome en aquel que le era fiel. No me apoderé de los bienes de nadie, no hice mal alguno a nadie. Todos los ciudadanos alaban a dios por mí. Yo hice esto pensando que alcanzaría a dios tras la muerte, conocedor del día de los señores de la justicia, cuando disciernen en el juicio. Se alaba a dios por aquel que ama a dios; él alcanzará su tumba sin aflicción”. 

Otra de las inscripciones asegura que: “Ningún hombre alcanzará el Occidente a menos que su corazón sea recto practicando la justicia. Allí el pobre no se distingue del rico, sólo el que es encontrado libre de falta por la balanza y el peso ante el señor de la Eternidad. Ahí nadie está exento de ser calibrado”. 

Finalmente, en los textos de la tumba de Petosiris podemos apreciar que este personaje era consciente del papel del hombre como guardián de los ritos y de los cultos debidos a los dioses y al cosmos. En su calidad de Sumo Sacerdote de Thot, Petosiris dedicó toda su vida a restaurar el templo de Hermópolis y sus cultos, que estaban padeciendo las consecuencias de la dominación de los persas sobre Egipto. Petosiris sabía que su misión en la vida era precisamente esa. “Cuando me convertí en controlador para Thot, señor de Khmun –nos dice- puse el templo de Thot en su estado primigenio. Hice que cada rito fuera como antaño y que cada sacerdote sirviera en su justo tiempo. Hice grandes a sus sacerdotes; promoví a los sacerdotes-horarios del templo. Promoví a todos sus servidores. Proporcioné una norma a sus asistentes. No reduje las ofrendas de este templo. Llené sus graneros con cebada y espelta, su tesoro con toda cosa buena. Incrementé lo que anteriormente había, y cada ciudadano alabó a dios por mí. Proporcioné plata, oro y todo tipo de piedras preciosas, de forma que alegré los corazones de los sacerdotes y de todos aquellos que trabajaban en la Casa de Oro; y mi corazón se regocijó en ello. Dejé espléndido lo que había encontrado arruinado por todos lados. Restauré lo que hacía tiempo había decaído, y que ya no estaba en su lugar...” 

En suma, vemos que todo aquello que el “Libro de Asclepio” nos dice acerca del hombre, su papel en el cosmos y su transcendencia ya había sido conocido y vivido por este Profeta de Thot, Petosiris, de cuya vida de santidad habrían de guardar la memoria los egipcios durante cientos de años. 




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