Los misterios de los egipcios. El hombre, sus componentes y el más allá


Lo que conocemos como Misterios de los egipcios era un conjunto de enseñanzas a través de las cuales los iniciados accedían al conocimiento de las cosas divinas. Por motivos obvios, los egipcios fueron especialmente parcos en transmitir a los no iniciados información acerca de esos Misterios, de modo que solamente gracias a los textos funerarios conservados en las tumbas hemos recibido noticias que nos hablan de los secretos que se encierran en las creencias que acerca del hombre, la muerte, el Más Allá y la divinidad existían en esta apasionante civilización. 


Los Misterios de los egipcios 

En esos textos funerarios se han conservados diversas rúbricas que sugieren que los mismos debían ser estudiados por las personas que estaban adecuadamente iniciadas. François Daumas cita, a modo de ejemplo, los textos de la tumba de Paheri El Kab en los que este personaje nos habla de una enseñanza iniciática que ha recibido, que le permite conocer que la divinidad se encuentra en el propio hombre, pensamiento, sin duda, de elevada profundidad mística. Dice esa inscripción: 

“He sido puesto en la balanza. He salido de ella examinado, intacto, salvado. Yo iba y venía, con las mismas cualidades en mi corazón. No he dicho mentiras contra nadie, pues conocía al dios que está en el hombre, estaba perfectamente instruido y sabía distinguir esto de aquello. He cumplido con todas las cosas con arreglo a las palabras”. 

A pesar de la escasez de fuentes egipcias sobre los Misterios, es conocido que en tiempos antiguos algunos de los grandes pensadores griegos, como Solón, Tales, Platón, Eudoxio o Pitágoras, viajaron a Egipto y llegaron a gozar de la intimidad de los sacerdotes de los templos. Fue así como Pitágoras, lleno de admiración por los Misterios trató de imitar sus enseñanzas y su lenguaje simbólico rodeando de enigmas sus propias doctrinas. Ese es el motivo de que otros autores argumentasen que existía una gran similitud entre los antiguos textos jeroglíficos egipcios y muchos de los preceptos de los pitagóricos. El uso de los símbolos era, precisamente, algo que distinguía especialmente a los Misterios, de modo que el sentido aparente de los mismos nunca era el verdadero, ya que se pretendía que los no iniciados no fueran capaces de encontrar el sentido real de cada uno de ellos. 

Según el filósofo sirio Jámblico el trasfondo de la doctrina simbólica de los egipcios sería poner en conocimiento de los iniciados que existe una única divinidad que se manifiesta luego a través de la diversidad de sus dones. Ese Gran dios se caracterizaría por presidir todo lo que existe en el cosmos y por contener en si la totalidad de los seres. En el capítulo VII de “Sobre los misterios de los egipcios” argumentaba Jámblico que era a través de los símbolos como los egipcios representaban las imágenes de las intelecciones místicas, ocultas e invisibles de la divinidad. Gracias a ellos se podía conseguir que el hombre se elevara desde lo puramente sensorial hacia lo intelectual. 

Es conocido, a modo de ejemplo, que los egipcios representaban a su dios primordial, Re, navegando en el cielo a bordo de una barca solar. Con ello, según Jámblico, se estaría simbolizando el modo en que la divinidad gobierna este mundo, en efecto: 

“Al igual que el piloto, permaneciendo distinto de la nave, gobierna su timón, así también el sol separadamente gobierna el timón de todo el universo. Y como el piloto dirige todo desde lo alto, desde la proa, imprimiendo desde sí mismo un leve principio primero de movimiento, así también, mucho antes, la divinidad desde arriba, desde los primeros principios de la naturaleza, imprime indivisiblemente las causas primordiales de los movimientos. Estas cosas y otras más –según Jámblico- indica el que la divinidad navegue sobre una barca”. 


La iniciación en los Misterios 

Otro pensador helenístico, Plutarco, en palabras de Mario Meunier “fiel y entusiasta discípulo de Platón, del Platón idealista, religioso y místico”, habría de legarnos en su obra “Isis y Osiris” abundante información acerca de la religiosidad y los Misterios egipcios, brindándonos noticias acerca de las elevadas ideas que tenían los iniciados en relación con la divinidad y con el modo en que el hombre se podía poner en contacto con ella gracias a una vida de pureza y a una adecuada iniciación. 

Para Plutarco lo más grande que el hombre puede alcanzar en esta vida es el conocimiento de la verdad, siendo además ese conocimiento lo más augusto que al hombre puede ser concedido por la divinidad. De algún modo, el hombre que desea acceder a la verdad aspira, en el fondo, a acceder a la divinidad, sobre todo si lo que se busca, como sucede en los Misterios, es la verdad de las cosas que afectan a los dioses. Ese deseo de conocer la verdad de los asuntos divinos sería el objetivo último de la iniciación mistérica, constituyendo una especie de admisión a las cosas santas, que nos incita a instruirnos sobre ellas y a buscarlas, dirigiéndonos de ese modo hacia una actividad más santificadora que cualquier otra posible purificación o función meramente sacerdotal. 

Isis, la Gran Diosa egipcia, que tan importante papel jugaba en los Misterios, habría sabido, según nos dice Plutarco, reunir la Ciencia Sagrada, manteniéndola en su orden y transmitiéndola a los iniciados que se consagraban a su culto. En los Misterios, para facilitar el contacto con el conocimiento y la divinidad, se obligaba a los discípulos a seguir un régimen de vida constantemente moderado, absteniéndose de los manjares abundantes y de los placeres del sexo, con lo que se amortiguaba así la destemplanza y la sensualidad. El hombre, inaccesible de ese modo a la molicie, era acostumbrado a persistir en las prácticas santas y en una vida de constante devoción, siendo la finalidad de todo ello “la obtención del conocimiento del Ser primero, soberano, accesible a la inteligencia solamente del Ser que la Diosa Isis nos anima a buscar cerca de ella, puesto que vive y reside en ella”. 

Los iniciados en los Misterios, preocupados esencialmente por el conocimiento de la divinidad, buscaban que sus cuerpos, la mera envoltura física de sus almas, fuesen espacios ligeros y esbeltos, para que el principio divino que existe en ellos no se viese comprimido ni ahogado debido a la preponderancia y pesadez del elemento perecedero. 

En suma, según las noticias que los autores helenísticos nos han transmitido, el fin último de la iniciación en los Misterios egipcios no era sino la búsqueda de la verdad en lo que hace referencia al conocimiento del Ser Primero, así como el encuentro con el principio divino que habita en todos y cada uno de los hombres. A través del conocimiento del Gran dios el iniciado alcanzaba el conocimiento interior de sí mismo. La última etapa del proceso mistérico culminaría con el deseo de conseguir la liberación de ese principio divino que habita en el hombre, lo que permitiría al iniciado el acceso en vida a la divinidad. 


La ascensión hierática 

Jámblico pensaba que solamente la mántica divina, al unir al hombre con dios, le hace ser plenamente participe de esa divinidad convirtiéndole en un ser divino. El hombre, concebido inicialmente participando de la divinidad, habría entrado luego en un alma encarnada en el cuerpo humano, estando como consecuencia de ello ligado a los vínculos de la necesidad y de la fatalidad. Gracias a la iniciación el hombre conseguía liberar y evadir el alma de esos vínculos, alcanzando así el pleno conocimiento de dios. A través de la iniciación los egipcios habrían conseguido dominar la naturaleza falaz y demónica y elevarse a la inteligible y divina. 

Esta experiencia de ascensión hierática propia de los Misterios tendría, según Jámblico, varias etapas sucesivas. En la primera de ellas se buscaría alcanzar una pureza del alma más perfecta que la mera pureza del cuerpo. En la segunda se intentaría preparar la mente del iniciado para la contemplación de la divinidad. En la tercera, finalmente, el alma del hombre se integraría con dios: 

“Y cuando ha unido el alma con cada una de las partes del Todo y con los poderes divinos que las penetran, entonces la teúrgia conduce el alma al universal, la pone a su lado, la une, fuera de toda materia, a la razón eterna y única; es decir, lo repito, ella une al alma al poder autoengendrado, movido por sí mismo, que mantiene todo... Entonces ella instala el alma en la completa divinidad creadora. Este es el fin de la ascensión hierática entre los egipcios”. 

La experiencia física o sensorial de la iniciación en los Misterios pensamos que habría de ser similar a lo que nosotros conocemos como proceso de meditación mística, que Jámblico denominaba ascensión hierática. Supondría vivir una experiencia más o menos dilatada en el tiempo que habría de culminar, si el discípulo era merecedor de esa gracia de la divinidad, con la llegada a la vivencia de lo que hoy conocemos como estados alterados de conciencia, en los que el hombre consigue superar el conocimiento puramente sensorial y arriba a otros mundos situados más allá de los sentidos físicos. 

Estas experiencias que superan lo que habitualmente conocemos como sensibilidad ordinaria del hombre se podrían alcanzar de tres maneras distintas. De un lado, se llegaría a ellas durante el proceso de los sueños, cuando el espíritu del hombre parece independizarse del cuerpo. De otro, el estado alterado de conciencia podría ser alcanzado por el hombre adecuadamente iniciado en el proceso mistérico. La última forma de acceder a esta experiencia extrasensorial sería tras la muerte, cuando, necesariamente, alma y cuerpo se separan. 

Pensamos en suma, que la búsqueda de los estados alterados de conciencia propios de la iniciación y el proceso de Glorificación de los espíritus de los muertos estaban estrechamente vinculados en el antiguo Egipto y constituían el núcleo esencial de sus enseñanzas mistéricas. A todo ello dedicaremos nuestra atención en las páginas que siguen. 

Las enseñanzas mistéricas se llevaban a cabo en las denominadas Casas de la Vida de los templos. Era allí donde los discípulos se iniciaban en la Ciencia Sagrada. A través de un proceso cuyos detalles no conocemos estos iban entrando en contacto con la energía y el espíritu que emanaba de la divinidad, pretendiendo conseguir finalmente el conocimiento de los secretos de los dioses. Era en las Casas de la Vida en donde los escribas producían los ejemplares del “Libro de los Muertos”, muchos de los cuales se han conservado en las tumbas del Reino Nuevo. El proceso de enseñanza tenía un destacado componente esotérico, ya que se pretendía, en suma, que a través del desarrollo interior del individuo este fuera accediendo al conocimiento de lo invisible y del Más Allá. 

Llama la atención que en el hombre moderno hoy solamente somos capaces de distinguir dos componentes, que conocemos como cuerpo (materia) y alma (espíritu). Los antiguos egipcios, sin embargo, tenían conciencia de que en el hombre existían no dos sino cuatro elementos significados: cuerpo material, ka, ba y akh, en los que más adelante tendremos oportunidad de profundizar; baste de momento con que apuntemos esa diferencia tan significada. 


Tradiciones milenarias 

Las creencias que impregnaban la religiosidad egipcia no se formaron en un solo momento sino que durante milenios de historia fueron variando en las distintas provincias y ciudades. Multitud de dioses y de mitos locales se fueron integrando a lo largo del tiempo con las creencias de ámbito nacional que en cada momento imperaban en el país. Re, Amón y Osiris estaban acompañados por una multitud de dioses menores cuyo culto, sin embargo, tomaba relevancia especial en cada lugar concreto. Del mismo modo, las creencias sobre la muerte y la pervivencia del espíritu en el Más Allá tampoco fueron siempre uniformes sino que se desarrollaron en un proceso paulatino de maduración y democratización de las esperanzas de pervivencia. Si algo distingue a esas creencias es la multitud de añadidos que fueron incorporando a lo largo de los siglos. Los denominados “Cantos de Arpista”, incluso, acreditan que hubo momentos concretos en que llegó a ser puesta en duda la supervivencia del hombre tras la muerte: 

“(Así pues) –nos dice el arpista del rey Intef- pasa una feliz jornada, 
no languidezcas en ella. 
Mira, nadie puede llevar sus cosas consigo. 
Mira, no hay nadie que haya partido 
(y después) haya regresado”. 

Fue así como en ese proceso de evolución de las creencias, desarrollado a lo largo de miles de años, se fueron integrando añadidos diversos que hacen que finalmente se nos ofrezca un resultado que sobresale por su carácter híbrido, recogiendo creencias diversas, de múltiples procedencias. Heródoto, viajero griego que recorrió Egipto, nos decía que este pueblo se distinguía por venir observando a lo largo de los siglos las mismas normas religiosas y funerarias que habían sido establecidas por sus antepasados, sin añadir modificación alguna. Heródoto, pensamos, no acertó en esa apreciación. En los tiempos del Imperio Antiguo, en el esplendor del culto solar, ningún faraón hubiera admitido que en las paredes de su tumba se esculpiesen cantos tan claramente escépticos sobre la vida en el Más Allá como los que el arpista de Intef habría de atreverse a cantar. 

En su obra “Sobre los misterios de los egipcios”, Jámblico mostraba su conformidad con la necesidad de conservar la Tradición que los antiguos egipcios habían transmitido. Para este pensador era necesaria la conservación de las fórmulas de las plegarias antiguas, que constituían una especie de templo inviolable del que no se debía suprimir nada, ya que era notorio que de ese modo resultaban especialmente gratas a la divinidad. Los dioses, según Jámblico, gozaban de manera especial cuando eran invocados por los hombres de acuerdo con las tradicionales fórmulas rituales egipcias. El motivo reposaría en que los egipcios habrían sido los primeros hombres que consiguieron entrar a participar de la relación con los dioses. 

Esa necesidad que Jámblico menciona de conservar todo lo que la Tradición nos ha legado es lo que hace que las creencias egipcias se nos aparezcan hoy como un conjunto farragoso y frecuentemente heterogéneo e incluso contradictorio. A lo largo de miles de años se fueron incorporando nuevas creencias al corpus tradicional pero nunca se desecharon las antiguas, que por su carácter sagrado se debían mantener. Ese es el motivo de que los textos funerarios de tiempos más recientes conserven junto a las novedades propias de cada momento las creencias más antiguas que ya se plasmaban, por ejemplo, en los primeros “Textos de las Pirámides”. Los egipcios sentían un gran respeto por la Tradición y las creencias sagradas antiguas se mantenían aun cuando estuvieran en conflicto con las nuevas. 


Los espíritus y el Más Allá 

En línea con lo antes indicado y en relación con la vida en la ultratumba, encontramos en los textos funerarios noticias diversas que nos hablan de la posibilidad de varios tipos de existencia para el espíritu del difunto. A veces veremos que los espíritus desarrollan su nueva vida en la propia tumba y en su entorno más inmediato. Allí parece que los difuntos, libres de preocupaciones, viven apegados a la tierra donde vivieron. En otras ocasiones se nos muestra a los espíritus habitando un lugar de difícil ubicación, denominado la Campiña de las Juncias, donde reinaría Osiris. Si algo distingue a ese lugar, según los textos funerarios, sería la amplísima libertad de movimientos de los fallecidos. En otras oportunidades, finalmente, se nos habla del Reino del Cielo, en donde el soberano sería Re y la Luz su atributo principal. Aquí, el alma del fallecido, bendecida e iluminada, tras un proceso de ascensión se habría integrado en esa Luz de Re, fundiéndose con el Sol, la Luna y las estrellas. Desde una primera aproximación parece que existen importantes diferencias entre las creencias que están detrás de estas distintas concepciones. No parece encajar bien que el espíritu esté viviendo según algunos en la propia tumba o, según otros, integrado en la divina Luz de Re. La concepción mística de la segunda alternativa choca con el materialismo de la primera de las concepciones, que podría derivar de las creencias de los tiempos más antiguos. 

En suma, en los textos funerarios, literalmente, parece que el difunto, de manera simultanea podría encontrarse tanto en el cielo, en la barca solar de Re, como en la propia tumba, disfrutando de las ofrendas funerarias o visitando los lugares en los que vivió, o puede, también, encontrarse en los denominados Campos de Osiris (Campiña de las Juncias), llevando una existencia que, como luego veremos, sería similar a la que antes había llevado en su vida terrenal. Son, pensamos, unas creencias aparentemente incoherentes que parecen remitir a diferentes estados de desarrollo espiritual en la historia de Egipto. 

Gros de Beler, buscando una explicación satisfactoria a estas contradicciones sobre la vida en el Más Allá, argumentaba que en su opinión: “durante el día, el difunto estaría en su tumba, disfrutando de las ofrendas y dando, a veces, un pequeño paseo por la tierra; por la noche, acompañaría al dios solar en su recorrido nocturno, parándose, de paso, en los Campos de Osiris. Al amanecer, volvería para aprovechar la tranquilidad y el frescor de su tumba”. En nuestra opinión, sin embargo, esta aparente contradicción estaría vinculada con dos circunstancias que entendemos de especial interés. De un lado, estaría recogiendo las propias contradicciones que se fueron produciendo a lo largo de siglos y milenios de historia. En efecto, en el Imperio Antiguo cuando el faraón fallecía, iniciaba un proceso de Glorificación que habría de culminar con su elevación a la Luz donde reina Re, el dios del sol. Nadie le acompañaba en esos primeros momentos. Solo en tiempos posteriores esas creencias se fueron extendiendo al resto de la población, o al menos a los iniciados en los Misterios, en un proceso que los egiptólogos denominan posiblemente de manera equívoca “democratización” de las creencias funerarias. En los tiempos más antiguos el destino de los humildes en el Más Allá era muy precario. Se pensaba que, quizás, el espíritu siguiera viviendo en la tumba o en un espacio intermedio entre la tierra y el cielo, en donde seguía realizando trabajos físicos y precisando de alimentos para subsistir. Las creencias más elaboradas sobre la llegada del espíritu de los hombres a la Luz de Re solamente se fueron perfeccionando cuando desde fines del Reino Antiguo se fue implantado de manera paulatina ese proceso de democratización al que antes hemos aludido. 

Pero es que, además, la incoherencia de esas creencias egipcias sobre el Más Allá podría no ser tal si pasamos a considerar la posibilidad de que en el viaje del espíritu de la tierra al cielo existiesen diferentes etapas, que podrían vincularse con el proceso de liberación del alma de su envoltura corpórea y de los apegos y apetencias terrenales. Es decir, no todos los espíritus estarían simultáneamente en todos los espacios indicados. Algunos podrían haberse quedado apegados a la tumba y otros podrían haber arribado, como espíritus iluminados, al Reino de Re. En todo esto tendremos oportunidad de profundizar más adelante, si bien, en todo caso, debemos insistir en que los textos egipcios, una y otra vez, se reiteran en la libertad de movimientos de que goza el espíritu en la vida de ultratumba. Veamos, a modo de ejemplo, la rúbrica final del capítulo 1 del “Libro de los Muertos”: 

“Si el difunto ha conocido este texto en la tierra o lo ha hecho escribir en su sarcófago, podrá salir al día bajo todas las formas de existencia que desee tomar y entrar (otra vez) en su morada, sin ser rechazado. Le serán entregados pan, cerveza y una pieza de carne (provenientes) del altar de Osiris. Podrá acceder en paz a la Campiña de las Juncias, según el decreto del que está en Busiris, y le serán dados cebada y espelta. Será, entonces, próspero como cuando estaba en la tierra y hará lo que desee, como (hacen) los dioses que están en la Duat, con regularidad, millones de veces”. 


Los caminos al Más Allá 

En los textos egipcios se muestran dos caminos claramente diferenciados para alcanzar la vida en el Más Allá. En algunos momentos veremos que para acceder a la ultratumba el difunto debe demostrar que posee un determinado grado de conocimiento, ya que en otro caso las divinidades que custodian los caminos no le permitirán circular por ellos. El difunto debe conocer los peligros con los que se va a enfrentar en su viaje tras la muerte y debe conocer las palabras apropiadas a cada situación y como se deben recitar correctamente. Así, en el “Libro de lo que se encuentra en el Duat”, que nos habla del viaje del dios Re por el mundo de las Tinieblas durante la noche, encontramos una referencia a esa necesidad de conocimientos mágicos: 

“Es lo mismo realizar estas cosas (conjuros) en el Más Allá o en la tierra. Quien conoce estos misterios es uno de los que se sentarán en la barca de Re, en el cielo o en la tierra. Si uno no tiene el conocimiento de estas cosas misteriosas no se haya en situación de rechazar a Nakht (encarnación del caos y de las tinieblas). Nakht, en cambio, no puede beber el agua de aquel que tiene conocimientos de estos misterios en la tierra. El alma de aquel que conoce estas cosas se halla inmune a las violencias de los dioses que se encuentran en este sector del Más Allá. Aquel que tiene conocimiento de estos misterios no puede ser devorado...” 

En una segunda concepción, más mística y elaborada, para arribar al Más Allá será necesario, sobre todo, que el difunto haya hecho el bien en su vida terrena. Se mantiene la necesidad de tener conocimientos sagrados pero, además, se incorpora la existencia de un Juicio de los Muertos, presidido por Osiris, en el que el corazón del difunto será pesado en la balanza y solamente si es declarado Justo podrá proseguir el viaje ultraterrenal. Nuevamente, nos encontramos con otro aparente conflicto en las creencias. De un lado se nos habla de la necesidad de conocimientos puramente mágicos, de otro se hace referencia a una vida ética, impregnada por la idea del bien. 

En los “Textos de los Sarcófagos”, en el denominado “Libro de los dos caminos”, algunos de los sarcófagos contienen un conjuro que nos habla de las bases espirituales y materiales de la creación. En ese texto ya se sugiere la necesidad de hacer el bien en la tierra para resultar grato a la divinidad. En concreto, se argumenta que Dios no es quien ordenó a los hombres que hicieran el mal, sino que son ellos los que no le obedecen. Veamos ese texto en el que “Aquel cuyos nombres son secretos, el Señor de la Totalidad”, nos habla de sus buenas acciones en favor de la humanidad (Conjuro 1.130): 

“... He hecho cuatro buenas acciones en el centro de las puertas del horizonte. He hecho los cuatro vientos, que cada hombre puede respirar en su tiempo (de vida). Éste es uno de mis dones. He hecho la Gran Inundación, para que el pobre igual que el grande tengan fuerza. Éste es uno de mis dones. He hecho cada hombre igual que su compañero (semejante). No les he ordenado que hagan el mal, son sus corazones los que desobedecieron lo que yo había dicho. Éste es otro de mis dones. Hice que sus corazones no dejaran de recordar el Occidente, para que hicieran ofrendas a los dioses de los nomos. Éste es otro de mis dones. Con mi sudor es con lo que he creado a los dioses, con el llanto de mis ojos a los hombres”. 


El ka y la energía 

Cuando analizamos las creencias egipcias relacionadas con los componentes que se integran en el ser humano pronto descubrimos que su sensibilidad era distinta de la nuestra. El hombre moderno distingue entre el cuerpo y el alma o espíritu, los egipcios, sin embargo, eran más sutiles que nosotros al enfrentarse con la cuestión de los compuestos que forman el espíritu humano. 

Para los egipcios, como para nosotros, el primer componente del ser era el cuerpo, la materia física en la que el espíritu está encarnado. Cuando llegaba el momento de la muerte pensaban que el cuerpo no debía desaparecer, ya que era la garantía de que los otros componentes del hombre pudieran seguir existiendo. Era necesaria la conservación indefinida del cuerpo, lo que se conseguía a través de las prácticas de la momificación. Al parecer creían que dentro de los elementos que se integran en el cuerpo físico el más importante era el corazón, órgano en el que radicaba la conciencia del hombre. En el Juicio de los Muertos era el corazón, precisamente, el órgano humano que se pesaba en la balanza de Maat, para conocer si su poseedor, en su existencia, había sido justo. En ese momento existía el peligro de que el hombre que había actuado con maldad fuese denunciado por su propio corazón, que podía declarar, pensaban, en contra de quien había sido su dueño. Para evitar ese peligro existían diversos conjuros en el “Libro de los Muertos”. Veamos el que se expone en el capítulo 30 B: 

“¡Oh corazón (proveniente) de mi madre, oh corazón (proveniente) de mi madre, oh víscera de mi corazón de mis diferentes edades! ¡No levantéis falsos testimonios contra mí en el juicio, no os opongáis a mí ante el tribunal, no demostréis hostilidad contra mí en presencia del guardián de la balanza (del juicio)! ... No digas falsas palabras contra mí en presencia del Gran dios, Señor del Occidente. ¡Mira, el ser proclamado justo se basa en tu lealtad!”. 

Independiente del cuerpo físico los egipcios identificaban un segundo componente del ser que para nosotros no resulta de fácil comprensión. Se trata del ka, compuesto extraño al propio cuerpo, en el que pensaban que reposaba el poder o misterio de la vida. Gracias al ka el cuerpo físico del hombre tomaba su fuerza vital, tanto física como intelectual o sexual. El ka sería una especie de doble energético del hombre, que se situaría en un espacio intermedio entre el cuerpo y el propio espíritu. El capítulo 30 B del “Libro de los Muertos” nos dice que el ka anima el cuerpo del hombre y es el componente que proporciona la forma y la vida a sus órganos y miembros. 

Los egipcios, simbólicamente, representaban al ka como dos brazos extendidos, intentando expresar, posiblemente, el poder creador en el que la vida se sustenta. Cuando el hombre nace el ka, que sería la propia energía de la vida, se incorpora a su cuerpo. Ese es el motivo de que frecuentemente se represente al dios creador Khnum trabajando en su torno de alfarero, en el que está dando vida a dos imágenes, la del cuerpo del hombre que va a nacer y la del ka que se le va a asignar. A veces el ka de los reyes es representado como una estatua independiente de su cuerpo. Es el caso, por ejemplo, de la estatua de madera que representa al ka del faraón Autibra Hor, de la XIII dinastía. 

En las tumbas se colocaban a veces las denominadas estatuas vivientes que representaban al difunto. En este caso, gracias a la magia funeraria se conseguía que la energía del ka se introdujera en la propia imagen, dando así vida a la misma de igual manera que antes, al nacer el difunto, había animado su cuerpo físico. 

Los textos nos han transmitido que Re, el Gran dios, tenía no uno sino catorce kas, de los que el capítulo 15 del “Libro de los Muertos” menciona trece. Los nombres de esos componentes energéticos del dios serían: Subsistencia, Alimentación, Venerabilidad, Vasallaje, Potencia creadora de los alimentos, Lozanía, Estallido, Valentía, Fuerza, Resplandor, Iluminación, Consideración y Penetración. El último ka de Re, que no se menciona en ese capítulo, sería el ka Magia. 


El ka y los ancestros 

En los antiguos textos funerarios y sapienciales encontramos referencias que parecen sugerir que en el proceso de iniciación en los Misterios se pretendía conseguir que el individuo llegase a tomar conciencia de lo que su ka representaba. Se trataba de conocer lo que supone para el ser humano participar de la energía o fuerza vital que está impregnando todo el Universo. 

Los egipcios creían que las personas que alcanzaban un adecuado conocimiento podían llegar a actuar en constante y consciente armonía con la energía de su ka, lo que suponía una primera superación de las limitaciones que para el hombre implica su propio cuerpo o envoltura física. En los ambientes místicos evolucionados predominaba la idea de que el hombre, precisamente, debe el poder de la vida, a los kas de los grandes antepasados que nos han precedido. Es lo que las fuentes denominan los kas de los ancestros, en los que se incluirían en un lugar privilegiado los kas del propio faraón reinante y de los otros que habían gobernado el país anteriormente. En ese sentido, en las “Máximas de Ptahhotep”, uno de los más destacados “Libros de Sabiduría” del antiguo Egipto, el autor, que vivió en los tiempos de la V dinastía, tras indicarnos que a lo largo de su vida se ha esforzado por recibir y transmitir la sabiduría, nos dice que tiene ciento diez años de vida. Haber alcanzado esa avanzada edad es algo que ha sido posible gracias a que el rey le ha otorgado ese favor. Ptahhotep agradece expresamente en el texto al faraón y a los ancestros haberle otorgado la gracia de una larga vida. 

Pensamos que en el proceso de iniciación en los Misterios, el iniciado iba accediendo a sucesivos estados alterados de conciencia en lo que Jeremy Naydler denomina camino de desarrollo espiritual hacia la autointegración y la iluminación. Sería un camino espiritual que en los tiempos del Reino Antiguo se reservaba solamente al rey y a una pequeña elite espiritual y que solamente en los Reinos Medio y Nuevo se fue extendiendo a círculos más amplios, siempre, no obstante, una minoría de la población. En ese sentido, Plutarco nos ha transmitido que los reyes egipcios eran elegidos o bien entre los sacerdotes o entre los guerreros, ya que por su sabiduría o su valor gozaban de especial consideración. En el segundo caso, es decir, si el rey procedía de la clase de los guerreros, entraba “tan pronto había sido elegido, en la de los sacerdotes; entonces se le iniciaba en aquella filosofía en la que tantas cosas estaban ocultas, encerradas en fórmulas o mitos que velaban con oscura apariencia la verdad y la manifestaban por transparencia”. Clemente de Alejandría (Strom, V. 7), por su parte, indica que “no eran los primeros que llegaban a quienes los egipcios iniciaban en sus Misterios; no era a los profanos a quienes comunicaban el conocimiento de las cosas divinas, sino únicamente a los que debían subir al trono, y a aquellos de entre los sacerdotes reconocidos como más recomendables por su educación, instrucción y cuna”. 

Las “Máximas de Ptahhotep”, que antes hemos mencionado, consagran varias de sus enseñanzas a hablar del ka y la energía. Es el caso de la máxima número 26, titulada “De la justa utilización de la energía”. En ella se nos dice que el hombre que ama a su ka, entendido como potencia creadora de vida, debe ser capaz de utilizarlo conscientemente de manera justa. Ya hemos comentado que esta aproximación al mundo de la energía podría ser una de las primeras etapas del proceso de iniciación en los Misterios. Para Ptahhotep, el hombre justo es aquel que es capaz de saber liberar la energía del ka de manera adecuada. De ese modo el hombre que ha llegado a alcanzar la sabiduría sabrá como hacer que se extiendan alrededor de sí mismo los beneficiosos efectos de la energía creadora. “Libera la energía creadora –nos dice Ptahhotep-, Tú que la amas sin cesar. Quien da la potencia (energía del ka) está en compañía de Dios”. El amor, finalmente, en el que reposa la fuerza de creación del espíritu del sabio, es decir de quien tiene conocimiento, crece gracias a la potencia del ka. 

En la máxima número 27, finalmente, Ptahhotep nos ofrece la idea de que el ka del hombre deriva de los kas de los grandes a los que está subordinado. El punto final del proceso de derivación de energía serían los kas del rey y de los ancestros: “Es de su energía (del grande) de donde provienen los alimentos que te son atribuidos”. Los egipcios pensaban, en suma, que la energía que emanaba de los sabios, de los maestros, impregnaba los kas de los discípulos, ese componente del ser humano que tan difícil comprensión tiene para el hombre moderno, que ha perdido la relación con la energía que impregna el cosmos. 


La Casa del ka 

Comentamos antes que los iniciados en los Misterios egipcios pensaban que los kas de los ancestros era una fuente de vida y de poder para los vivientes. Eran los ancestros, los grandes hombres de generaciones anteriores, quienes dirigían la energía ka hacia los hombres y, en general, hacia todos los seres. Eran ellos los que aseguraban la vida, las cosechas y la felicidad. En las necrópolis, en las tumbas, era donde se producía ese intercambio vital de dones y de fuerza vital entre los hombres y los muertos. 

Para los egipcios la tumba era la Casa del ka. En sus textos funerarios nos han dejado escrito, una y otra vez, que cuando al hombre llega a la muerte lo que ocurre, realmente, es que el difunto pasa a su ka. Pasar al ka era para los egipcios sinónimo de morir. En ese momento la energía o fuerza vital que había tenido el hombre en vida pasaba a ser absorbida por los kas del grupo ancestral. Convertido ya en un ancestro, el difunto, en el futuro, pasaría a recibir en la tumba las ofrendas y oraciones de sus deudos; a cambio, como compensación, contribuiría a que la energía vital de los ancestros siguiera fluyendo hacia los vivos. 

Si bien el ka del difunto se integraba en la energía de los ancestros, lo cierto es que su cuerpo seguía perteneciendo a la tierra, es decir, al mundo físico, corriendo un claro peligro de descomposición del que solamente le podía salvar que la energía del ka siguiera afluyendo a él, finalidad para la que se precisaba renovar continuamente esa fuerza vital, lo que los egipcios pensaban que se conseguía aportando ofrendas alimenticias a las tumbas, ofrendas que se destinaban a mantener viva la energía ka del difunto. En ese sentido, las creencias más antiguas ya parecen sugerir claramente que los egipcios eran conscientes desde esos primeros momentos de que los muertos necesitaban de ofrendas alimenticias, creencia que se mantuvo inalterada a lo largo de toda la historia del país del Nilo. Existe, y se expresa de manera muy clara, un miedo intenso de los difuntos a que en el futuro les falten las ofrendas y que ante esa falta de alimentos se vean obligados, incluso, a tener que comer sus propios excrementos, cosa que consideraban una abominación insufrible. En el capítulo 53 del “Libro de los Muertos” encontramos un conjuro que pretende evitar a toda costa esa situación: 

“Mi abominación es lo que yo repugno: no comeré excrementos, no beberé orina, no avanzaré con la cabeza baja. Poseo porciones alimentarias en Heliópolis: mis porciones están en el cielo cerca de Re; mis porciones están en la tierra cerca de Geb y son las barcas de la noche y del día las que me traen de la morada del Gran dios que está en Heliópolis. Feliz me hallo cuando tomo la barca (y navego del Occidente hasta el Oriente) del cielo. Como lo que (los dioses) comen, vivo de lo que ellos viven. He comido de los panes de las ofrendas que proceden de la cámara del Señor de las ofrendas”. 

Gracias a la magia de las palabras y de las imágenes los egipcios, en un momento más evolucionado, pensaron que en el futuro se podía asegurar el tan necesario aprovisionamiento de ofrendas alimenticias a los difuntos haciendo que las mismas se grabasen en las paredes de las tumbas. Es lo que hoy conocemos como ofrendas de sustitución. Los intensos poderes mágicos de los sacerdotes conseguían que una vez representado un objeto, en este caso las ofrendas, bastase con nombrarlo para que ese objeto tomase vida. Ese es el motivo de que en las tumbas egipcias se representen usualmente multitud de imágenes de alimentos, ya que se pensaba que esas ofrendas y las fórmulas rituales que se esculpían a su lado habrían de permitir que el difunto estuviera en la eternidad adecuadamente surtido de alimentos. A modo de ejemplo podemos reproducir los textos inscritos en el sarcófago de Nejt-Anj, que había sido sacerdote de Khnum en la ciudad de Shashotep en los tiempos del Imperio Medio, hacia 1900 a.C.: 

“Una ofrenda que da el rey (a) Osiris, Señor de Busiris, el Gran dios, Señor de Abidos, en todos sus lugares, para que haga ofrendas invocaciones (consistentes en) pan y cerveza, bueyes y aves, alabastro, ropas e incienso, todas las cosas buenas y puras de las que vive un dios, para el espíritu del bienaventurado Nejt-Anj...” 

Igualmente, para el caso de que desde el reino de los vivos no se enviaran las necesarias ofrendas al difunto se incluyen en el “Libro de los Muertos” diversos conjuros que pretenden conseguir que las mismas sean facilitadas por las propias divinidades. Veamos uno de esos encantamientos, que se incluye en el capítulo 1 del Libro: 

“¡Oh vosotros, (espíritus divinos), que dais pan y cerveza a las almas perfectas en la mansión de Osiris, dad pan y cerveza a mi alma, en las épocas rituales, estando (victorioso) con vosotros!”. 


El ba y el cielo 

Hemos venido estudiando que la tumba, además del lugar donde reposa el cadáver momificado, era considerada por los egipcios la Casa del ka, es decir el espacio en el que sigue habitando ese componente energético del ser, que allí entraba en contacto con los kas de los ancestros. De algún modo la tumba era un laboratorio en el que los hombres depositaban ofrendas y en compensación recibían la benéfica energía o fuerza vital de los antepasados. 

Sin embargo, en las creencias egipcias, la tumba no era el destino final del difunto. El capítulo 175 A del “Libro de los Muertos” reproduce una conversación entre un difunto y el Gran dios creador Atum, que nos transmite información muy valiosa sobre esas creencias. El espíritu del muerto comienza el diálogo mostrando su sorpresa al descubrir que se encuentra en un lugar que le resulta inhóspito, su propia tumba: 

“¡Oh Atum, ¿qué es lo que ha ocurrido para que yo deba ser conducido a un desierto (la tumba)? Allí no hay agua, ni aire; es muy profundo, muy oscuro y prácticamente infinito. 

¡Vivirás allí con felicidad! -respondió Atum. 

¡Pero no se podrá encontrar allí ningún placer (sexual)! 

En él puse glorificación en vez de agua, aire y placer, y (puse) felicidad en vez de pan y cerveza –dijo Atum”. 

Atum, en la conversación con el difunto, informa a su espíritu que en la nueva vida que le ofrece ya no necesitará los placeres materiales ni las ofrendas alimenticias. Le esperan nuevos mundos en los que ya ni siquiera va a precisar de aire para respirar. El Gran dios, más adelante, prometerá la eternidad al difunto: “Estas destinado (a vivir) millones de millones de años, (a tener) una duración de Vida (eterna) de millones de años”. 

Este diálogo entre el difunto y Atum nos sirve como aproximación para acercarnos al mundo del Más Allá de los egipcios, una vez superada la primera etapa del viaje, que habría permitido la integración del ka del fallecido con la energía primordial de los ancestros, unión llevada a cabo en la propia tumba. 

Es ahora cuando se inicia el viaje del espíritu a los mundos del Más Allá; para abordar su estudio debemos antes acercarnos al concepto de lo que los egipcios denominaban ba, que era el tercer componente del ser humano, según anteriormente comentamos. 

El ba era un compuesto espiritual tanto del hombre como de los dioses y representaba de alguna manera un vínculo de unión entre lo meramente humano y la divinidad. Los egipcios pensaban que el hombre tomaba conciencia de su ba, es decir, de su espíritu, y establecía contacto con él en los momentos en que por causas diversas ese componente se independizaba del cuerpo y salía al mundo exterior. Esa extraña situación se producía, viviendo la persona, durante los sueños o a través del proceso de iniciación en los Misterios. También se producía, inexorablemente, tras la muerte, cuando según nos dicen los “Textos de las Pirámides” el cuerpo del hombre es para la tierra y el ba se eleva a los cielos. 

Esa circunstancia de que el ba se vivía como una experiencia en la que el espíritu “se salía” del cuerpo hace que usualmente se represente a este componente del ser como un halcón u otra especie de pájaro, dotado de cabeza humana. Es muy frecuente que en las paredes de las tumbas se represente a ese pájaro que está volando o posado cerca de la momia. El hombre toma conciencia de su ba cuando por los motivos indicados el espíritu abandona el cuerpo e inicia un viaje hacía mundos extrasensoriales. El capítulo 89 del “Libro de los Muertos” nos habla de esa experiencia: 

“¡Que (mi alma) vea su cuerpo, que repose sobre su momia! (De este modo) no pereceré ni seré jamás destruido”. 

Ya hemos comentado que el ba era un componente del ser humano pero también lo era de los propios dioses. El ba de Re, a modo de ejemplo, se identificaba con el denominado pájaro bennu (garza o ave Fénix de Heliópolis). En el capítulo 29 C del “Libro de los Muertos” el espíritu del difunto desea identificarse con él. Veamos: 

“Palabras dichas por N. (el difunto): Soy el pájaro bennu, el alma de Re, que guía a los bienaventurados hacia la Duat (Más Allá)....” 

También se pensaba que Osiris era otra de las formas en que se manifestaba el ba de Re, en la medida en que el dios de los muertos era una emanación espiritual del dios solar. 


El ba y la iniciación 

Comentamos antes que en uno de los momentos de la iniciación en los Misterios se pretendía conseguir la aproximación del hombre, en vida, a la energía de su ka. Los autores de los “Libros de Sabiduría” nos han dejado escrito que el hombre que tiene conocimiento conseguirá vivir en constante y consciente armonía con su ka. Cuando el maestro vive en esa armonía con la energía vital, se nos decía, no solamente él sino también sus discípulos se beneficiarán de ello. La energía de los sabios y de los ancestros influía sobre los hombres y por tanto resultaba beneficioso que estos, los iniciados en el conocimiento, supieran como utilizar adecuadamente esa fuente inagotable de vida. 

Otro momento de la iniciación en los Misterios hubo de estar vinculado con la experiencia de sentir, también en vida, el contacto del hombre con su ba. Se trataría de que el iniciado pudiese vivir la experiencia de salir de su propio cuerpo y convertido en espíritu tomar contacto con otros mundos que resultan ajenos a los sentidos humanos habituales. Es conocido que en las iniciaciones mistéricas uno de los momentos culminantes se alcanza cuando el iniciado llega a sentir su propia muerte física y su renacimiento como espíritu. Del mismo modo que Osiris había muerto y había luego resucitado gracias a la magia de Isis, los iniciados en los Misterios, al pasar por esa misma experiencia de muerte y resurrección, tenían luego la esperanza de renacer nuevamente como espíritus cuando les alcanzase la muerte definitiva. 

En este aprendizaje iniciático de morir y renacer hubo de jugar un papel de especial trascendencia la experiencia del hombre de sentirse como ser espiritual, es decir, como ba, pudiendo a su voluntad abandonar el cuerpo físico y viajar a otros mundos. Pensamos que estas situaciones de abandono del cuerpo podrían ser similares a lo que hoy conocemos como “viaje astral”, estado alterado de conciencia en el que el hombre sensible siente como su espíritu abandona la materia y se desplaza, con amplísima libertad de movimientos, por mundos que resultan desconocidos al resto de los mortales. 

En suma, el ba, componente espiritual del ser, era algo que no se manifestaba a través de la sensibilidad ordinaria, sino solamente en los momentos excepcionales en que el espíritu, por causas diversas, era capaz de abandonar la materia corpórea en que habitualmente tiene su aposento. Vivir la experiencia del ba, es decir, sentir nuestro propio espíritu desencarnado, sería una de las fases de la iniciación mistérica a la que intentamos aproximarnos; en ella se viviría esa experiencia excepcional que supone elevarse desde la materia hacia lo eterno, hacia lo puramente espiritual, hacia el mundo celeste. 

Veamos uno de los conjuros del “Libro de los Muertos” en los que el difunto, en el proceso de Glorificación, se ve transformado en un pájaro que asciende a los cielos (Capítulo 78): 

“He aparecido –dice el difunto- como un halcón divino, (porque) Horus me ha dotado de su ba para llevar sus pensamientos a Osiris y a la Duat... Horus me había dotado de su ba y vi lo que había allí dentro; (pero), si (lo) digo, los poderosos de Shu me expulsarán y quebrantarán mi arrogancia. Soy el que ha sido encargado de traer sus pensamientos a Osiris y a la Duat. Soy yo, halcón que habita en la luz, el que es poderoso gracias a su diadema, el que es poderoso gracias a su resplandor (y) realizaré la ida y el regreso hasta los confines del cielo”. 


Los mundos del Más Allá

La experiencia iniciática por la que el hombre tomaba conciencia de su ba suponía adquirir conocimientos acerca del viaje que tras la muerte debe realizar ese componente del ser para ir ascendiendo a otros mundos en los que reinan Osiris y Re. El hombre iniciado, que tenía conocimiento y que sabía lo que su ba significaba, podía enfrentarse con éxito a los peligros que en ese viaje le acecharían. En el capítulo 178 del “Libro de los Muertos” el difunto, que va a comenzar el proceso de Glorificación, solicita la ayuda de la divinidad: 

“¡Oh Re, ten misericordia hoy con el Osiris N. (el difunto), ten misericordia!... ¡Que se le otorguen panes y cerveza a N. y que se le preparen en este día todas las cosas buenas y puras necesarias para caminar y viajar, que se le dé poder del Ojo de Horus, de la barca (de Re) y de cuantas cosas contemple la mirada del dios!”. 

Los textos funerarios transmiten la idea de que cuando el hombre fallece su espíritu o ba inicia un viaje por el mundo del Más Allá (el Duat), en donde reina Osiris, moviéndose por un espacio intermedio, de difícil ubicación geográfica, entre la tierra y el Reino Celeste de Re. En esos mundos intermedios, que son gobernados por Osiris, es donde el ba debe iniciar el proceso de purificación que los libros funerarios describen utilizando símbolos cuyo significado ya no podemos captar plenamente al haber perdido el hombre moderno muchas de las claves que permitirían su interpretación. 

Los sacerdotes egipcios, a partir de las creencias que se plasmaban en los “Textos de las Pirámides” del Reino Antiguo, fueron confeccionando en momentos posteriores los denominados “Textos de los Sarcófagos”, el “Libro de los Muertos” y otros escritos similares buscando facilitar que el difunto tuviera conocimiento de los peligros que habría de sortear para poder recorrer felizmente el Más Allá. Se trata de textos en los que sobresale su aspecto práctico, ya que su finalidad es “ser leídos” por el difunto en el Más Allá. El espíritu, gracias a las fórmulas y conjuros que contienen, tendrá conocimiento tanto de esos peligros que le acechan como de los miedos que sentirá ante los riesgos de quedar retenido en las Tinieblas. En los textos se le ofrecerán diversas fórmulas dotadas de poderes mágicos para que pueda vencer los peligros y dominar los miedos. El espíritu que tiene conocimiento, es decir, que fue iniciado en la tierra, sabrá como debe recitar esos conjuros de manera adecuada. 

Antes ya comentamos que los “Textos de las Pirámides” pretendían asegurar la ascensión del rey difunto al Reino de la Luz, donde ocuparía el puesto de un dios en el séquito de Re. En esos momentos los textos funerarios solamente ofrecían la eternidad al propio rey y se piensa que los ensalmos que han aparecido inscritos en las paredes de las pirámides de varios faraones de las dinastías V, VI y VII tenían la finalidad de ser leídos por los sacerdotes en los funerales reales para facilitar su resurrección y ascensión. Veamos uno de esos ensalmos (número 267) en la versión de R. David: 

“Se ha construido para él (rey fallecido) una rampa que conduce al cielo, para que pueda ascender al cielo por ella. 

Él se eleva sobre el incienso. 

Él vuela como un pájaro, y se aposenta como un escarabajo en un asiento vacío que hay en el barco de Re...” 


Los Campos de Osiris 

Tiempo después, en el Reino Medio, las oligarquías, en su deseo de obtener esperanzas de vida en el Más Allá, se apropiaron de estos himnos que los sacerdotes recitaban en los funerales reales y surgieron nuevas fórmulas de Glorificación de los difuntos que conocemos como “Textos de los Sarcófagos”, destinadas a las tumbas de los integrantes de las élites que controlaban el país. Paulatinamente habría de ir tomando forma la idea de que Osiris, dios de la ultratumba, al final de un determinado proceso, concedía a los difuntos una parcela de tierra, situada en lo que los egipcios denominaban Campiña de las Juncias. Allí los espíritus, libres de las inquietudes que habían tenido en la tierra, llevaban una vida feliz. 

Se pensaba que en esa vida de ultratumba, que suponía un avance importante con respecto a los tiempos en que solamente el faraón tenía asegurada la inmortalidad, el espíritu disfrutaba de una existencia similar a la que había tenido en la tierra, si bien disponiendo de una amplísima libertad de movimientos, pudiendo desplazarse a la tierra a su voluntad así como entrar y salir de los Campos de Osiris siempre que lo deseara. Esa gran movilidad es el motivo, como vimos, de que el ba o espíritu se representase como un pájaro con rostro humano. 

En la Campiña de las Juncias los espíritus tenían que trabajar los campos, como habían hecho en su vida, para producir alimentos. No obstante, gracias a la magia de la palabra se podía conseguir que pequeñas imágenes de sirvientes que se depositaban en las tumbas cobrasen vida y se dedicaran a realizar esos trabajos físicos, con lo que el difunto podía disfrutar de su vida en el Más Allá de manera muy plácida. Gracias a las cosechas que se producían en los Campos de Osiris los alimentos no faltarían nunca a los espíritus, incluso a aquellos que habían muerto hacía mucho tiempo y cuyas tumbas habían quedado abandonadas. Esa segura provisión de alimentos para los espíritus tenía un importante efecto tranquilizador para los vivos, que tras los acontecimientos del denominado Primer Periodo Intermedio eran conscientes de que en los momentos de revolución y enfrentamiento entre los hombres se había visto como las tumbas eran saqueadas por los alborotadores y las momias habían rodado por los suelos. 

El capítulo 6 del “Libro de los Muertos” contiene una curiosa fórmula que debe permitir que la representación escultórica de un sirviente cobre vida y pase a ejecutar los trabajos que en otro caso tendría que haber realizado el difunto: 

“Palabras dichas por N. (el difunto): Que diga: 
- “¡Oh ushebti de N.! Si soy llamado, si soy designado para hacer todos los trabajos que se hacen habitualmente en el Más Allá (en la Campiña de las Juncias), (sabe) bien que la carga te será inflingida allí. Como (se debe) alguien a su trabajo, toma tú mi lugar en todo momento para cultivar los campos, para irrigar las riberas y para transportar la arena de Oriente a Occidente”. 
- “Heme aquí” (dirás tu, figurilla). 
- “Iré a donde me mandes, Osiris N. Justificado”. 

Los conjuros y fórmulas que se integran en los “Textos de los Sarcófagos” y en el “Libro de los Muertos” nos informan de la visión dual que acerca de los Campos de Osiris tenían los egipcios. De un lado se pensaba que son un lugar en el que los espíritus están obligados a trabajar para obtener sus alimentos. Usualmente se identifica como una región formada por islas unidas por canales de agua que el espíritu recorrerá utilizando barcas, algo muy apropiado a la imagen del Nilo y de las tierras que lo circundan. Esta primera visión destaca por sus componentes de tipo material. 

De otro lado, se ofrece también la idea de que estos campos no serían, realmente, el destino final de los espíritus puros. En la Campiña de las Juncias estos disponen de una amplia libertad de movimientos y llevan una existencia gozosa, libres de las inquietudes que habían tenido en su vida terrena, pero de algún modo se piensa que la vida plena del espíritu no se desarrollará en este lugar, sino en otro mundo más elevado una vez que ultimado el proceso de Glorificación el ba consiga salir a lo que los egipcios denominaban Plena Luz del Día. 

En el “Libro de los Dos Caminos”, texto que forma parte de los “Textos de los Sarcófagos”, se dice que en el Más Allá existen espacios a los que no todos los espíritus pueden tener acceso, ya que para ello se precisaría contar con conocimientos que no todos poseen: 

“Este es el lugar de un espíritu transfigurado que sabe como entrar en el fuego y atravesar las tinieblas (pero) que no tiene el conocimiento para subir a este cielo de Re-Horus el Antiguo, en el cortejo (de Re-Horus el Antiguo) en medio de las ofrendas...” 

En palabras de Molinero Polo parece que estamos en una especie de purgatorio en el que viven los espíritus que saben determinadas cosas pero que no tienen los conocimientos suficientes para llegar al espacio más sagrado del cielo, que es la barca de Re, el dominio de la Luz. 

El Reino de Osiris, la denominada Campiña de las Juncias, lugar en donde habitan los bas santificados sería uno de los mundos del Más Allá. En él los espíritus vivirían felices, llevando una existencia similar a la terrenal, comiendo, trabajando, disfrutando de los placeres, etc. si bien libres de preocupaciones y gozando de libertad de movimientos. Posiblemente algunos de ellos, felices, no desearían acceder a otro tipo de vida más elevada de la que ni siquiera tienen conocimiento. Otros, sin embargo, estarían ansiando alcanzar el Reino de Re, donde brilla la Luz pura. 

Un ejemplo del primer supuesto lo encontramos en el capítulo 110 del “Libro de los Muertos”: 

“En ella (la Campiña) como y bebo, en ella trabajo y siego, en ella hago el amor; mis encantamientos son en tu campiña poderosos. No se me hacen reproches ni (tengo) preocupaciones y mi corazón es allí feliz”. 

En el capítulo 171 A del mismo libro encontramos otro conjuro que, por contra, procedería de un espíritu que anhela quedar plenamente liberado de impurezas para dejando atrás el Reino de Osiris poder arribar a la Luz de Re: 

“oh, dioses del Norte, que estáis en el cielo y que estáis en la tierra, conceded el vestido uab (el vestido de la plena pureza) al bienaventurado perfecto, N.! Haced que este (vestido) le sea provechoso. ¡Arrojad las impurezas que estén agarradas a su ser! ¡Que el vestido uab de N. le sea concedido para siempre y (para toda) la Eternidad! ¡Quitadle las impurezas que estén agarradas a su ser!” 


El espíritu divinizado 

La última etapa del proceso de iniciación mistérica, tras haber vivido previamente las experiencias del ka y del ba, a las que antes nos hemos referido, sería la de sentir como nuestro espíritu toma contacto con lo que los egipcios denominaban akh, que podríamos traducir por espíritu divinizado. En un proceso análogo al que antes hemos estudiado para el ka y su vida en la tumba, y para el ba y su estancia en los Campos de Osiris, la experiencia del akh suponía, una vez que la muerte alcanzaba al hombre que su espíritu, plenamente libre de impurezas y ultimado el proceso de Glorificación, arribase al Reino de la Luz Pura de Re. 

En los textos funerarios podemos comprobar que los egipcios pensaban que Osiris, el gran dios de los muertos y Señor del Reino de Ultratumba, no era realmente más que una emanación de Re, que era la Gran divinidad que gobernaba el mundo. Osiris sería la forma que Re adoptaba durante su presencia en el mundo del Más Allá. El capítulo 180 del “Libro de los Muertos” lo confirma: 

“¡Oh Re, que te manifiestas como Osiris a través de las gloriosas apariciones de los bienaventurados y de los dioses del Occidente. Forma única, misterio de la Duat, alma santa que preside en el Occidente, Unnefer, que vivirá para siempre!”. 

A través de la experiencia del akh, en la iniciación en los Misterios o tras la muerte, el espíritu del hombre, transformado en Luz plena, llegaba a integrarse con Re, con la divinidad creadora de la que todo había surgido. El hombre, convertido en akh, se integraba con dios y se hacía dios. Ese es el motivo de que el akh se entienda como el espíritu del hombre que una vez culminado el proceso de Glorificación se ha transformado en divinidad. 

El akh era para los egipcios el elemento más puramente espiritual del ser humano y para muchos estudiosos solamente se pondría de manifiesto tras la muerte de la persona. Durante la vida terrena el hombre no podría acceder a su akh. No estamos de acuerdo con esa apreciación ya que la historia nos viene ofreciendo abundantes antecedentes de personas que durante su vida han llegado a sentirse integrados en la Luz del Supremo. Los textos de los místicos españoles del Siglo de Oro, por ejemplo, no dejan lugar a dudas. Las personas sensibles pueden llegar a acceder en vida a esa Luz y pensamos que la finalidad última de los Misterios egipcios era que el iniciado pudiera vivir esa experiencia, que Jámblico, del que hablamos antes, denominaba “ascensión hierática”, cuya finalidad era integrar al iniciado con la divinidad y hacer que fuera consciente de que también él era parte de la divinidad. 

El akh era simbolizado por los egipcios como un ibis crestado, es decir, coronado con una cesta de plumas en la cabeza. El ibis era el símbolo tradicional de Thot, el dios del conocimiento y de la iniciación, y de hecho el ibis crestado o coronado era tanto el símbolo del hombre iniciado como del espíritu Glorificado. En los textos funerarios el significado de akh viene a ser el de espíritu luminoso, ser de Luz, inmortal iluminado o ser brillante (siempre con alusiones a la Luz de Re) y es también frecuente la asociación del ibis con Maat, la gran divinidad que impregna de verdad y de justicia al universo. Pensaban los egipcios que solamente los hombres impregnados plenamente de Maat podrían acceder al Reino de la Luz. Ptahhotep, que antes citábamos, afirmaba que quien a lo largo de su vida actúa conforme a Maat y al rey habrá de llegar a alcanzar el estado de bienaventurado. Quien actúa conforme a Maat, no para sí mismo sino en beneficio del rey, que es el representante en la tierra de la Luz de Re, conseguirá terminar su existencia transformándose, tras la muerte, en un akh o ser de Luz. 

Vemos, pues, que los egipcios que habían tenido acceso al conocimiento, es decir, habían sido iniciados en los Misterios, sabían que el Más Allá no era un mundo único sino que existían, de un lado, los denominados Campos de Osiris (Campiña de las Juncias), en las que reinaba Osiris y, de otro, los Campos del Cielo, cuyo Señor era Re, el Gran dios. El capítulo 180 del “Libro de los Muertos” nos lo confirma: 

“Dice el difunto: Soy el Señor de los Tronos del firmamento y el que surca el cielo inferior en la comitiva de Re; mis ofrendas están en el cielo, en el Campo de Re, y mis ofrendas están en la tierra, en la Campiña de las Juncias...” 

La experiencia del akh, en suma, se desarrollaría, tanto durante la vida como tras la muerte, en el Reino de Re, en el Cielo, en el Reino de la Luz, en el lugar al que ya se dirigían los espíritus de los primeros faraones cuando fallecían, según vimos que se exponía en los antiguos “Textos de las Pirámides”. Antes, sin embargo, de llegar a la Luz el espíritu del difunto habría atravesado el otro mundo (el Duat) y tomado contacto con Osiris, la emanación de Re. Una vez culminada con éxito la travesía por los Campos de Osiris, el akh del difunto se manifestaría en las esferas de Luz que se sitúan más allá, en el Reino de los espíritus puros, luminosos, en donde se encuentra la fuente de la Creación. 

Para terminar no podemos sino recordar el conjuro del capítulo 86 del “Libro de los Muertos”, en el que el difunto, previamente purificado en el Reino de Osiris, manifiesta su ansia de entrar en la Luz, punto final de su proceso de Glorificación: 

“Me he purificado en la gran altiplanicie, (allí) arroje mis faltas, extirpé mis pecados y lancé las impurezas que tenía unidas a mí en mi vida terrenal. ¡Guardianes de las puertas, despejadme el camino, pues soy vuestro igual!” 



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