Magos y demonios en la antigüedad

“La cruel virulencia del mal se veía reforzada por su convicción de que (Germánico) había sido envenenado por Pisón. Además se encontraban en el suelo y en las paredes restos desenterrados de cuerpos humanos, encantamientos y maldiciones, y el nombre de Germánico grabado en láminas de plomo, cenizas a medio quemar y cubiertas de sangre ennegrecida, y otros maleficios con los que se cree consagrar las almas a los númenes infernales” - Tácito (Anales, 2.69).




El hombre moderno, influido por las creencias del Cristianismo, muestra unos sentimientos de temor y desconfianza ante los fenómenos de tipo mágico, entendiendo estos como aquellas acciones que llevan a cabo los hombres traspasando los propios poderes de que están dotados. Se trataría de unas actuaciones que superarían, según estas creencias, las propias potencialidades de los hombres y que estos llegan a ejecutar amparándose en la ayuda de unos poderes distintos al divino, lo que hace que para los teólogos cristianos esas prácticas mágicas sean consideradas como reprobables y pecaminosas, ya que a fin de cuentas las mismas basan su confianza en la intervención de seres del Más Allá que se distinguirían por sus componentes de carácter negativo, bien sean los propios demonios o almas perdidas que vagabundearían por el entorno de los vivos. 

En los tiempos antiguos, sin embargo, esa separación tan clara entre lo que es religión y lo que es magia no existía, sino que por contra los hombres religiosos de la Antigüedad, los más santos, vivían de manera casi cotidiana experiencias iniciáticas que les permitían establecer puentes de contacto con los poderes ocultos de ese Más Allá. 

Con las culturas griega y romana las prácticas vinculadas a lo que hoy conocemos como Magia Negra estaban desacreditadas, prohibidas formalmente por los poderes estatales, si bien se seguían realizando, como luego veremos. En tiempos posteriores, cuando el Cristianismo se convirtió en la religión oficial del Imperio, los pensadores cristianos habrían de asimilar el concepto de magia con el de paganismo, de modo que ambos serían perseguidos con virulencia, quedando así las prácticas mágicas ocultas en la clandestinidad durante siglos de historia. Diversos grupos humanos, como los herejes y las hechiceras, habrían de sufrir en sus carnes esa postura hostil y condenatoria de la Iglesia hacia sus creencias. 


Los magos egipcios 

En el antiguo Egipto, por contra, la vida cotidiana de los hombres estaba plenamente influida por las concepciones de tipo mágico. En esos tiempos todo lo existente estaba impregnado por Heka, el principio del poder mágico, que estaba personificado en un ser divino. Heka habría sido el poder inmenso del que se habría servido la divinidad primigenia (Atum-Re) cuando decidió dar comienzo al acto de la creación del mundo. Heka sería, en ese sentido, quien dio la vida a los demás dioses menores y al resto de los seres. Los Textos de los Sarcófagos lo afirman: 

“Yo soy el que da vida a las compañias de los dioses, 
yo soy el que hizo todo lo que desea, 
el padre de los dioses… 
Todas las cosas eran mías 
antes de que vosotros nacierais, ¡oh dioses! 
Vosotros vinisteis después, 
¡pues yo soy Heka!” 

Heka, siguiendo a Jeremy Naydler, era entendido como la personificación del poder creador divino, que los egipcios entendían como un inmenso poder mágico que sostiene e impregna todo lo que existe tanto en el mundo material como en el espiritual. En este contexto de creencias, tan distintas de las propias del hombre moderno, la función del sacerdote-mago egipcio, iniciado tras muchos años de preparación, sería la de contribuir a que los poderes de Heka fuesen debidamente activados ante cada situación concreta. Ese sería uno de los núcleos esenciales de la ciencia sagrada egipcia y de las prácticas mágicas en ese país. 

El mago sería aquel individuo que habría sido capaz de convertirse, a través de la iniciación en los Misterios, en un canal de transmisión de los poderes de Heka. Cuando el mago egipcio daba una orden a los seres del Más Allá, fuesen dioses menores, demonios u otro tipo de espíritus, no lo hacía en su cualidad de hombre sino que previamente se había integrado en Heka, de modo que a través del mago la que estaba actuando realmente era esa fuente primigenia de poder. Así, en los Textos de las Pirámides (conjuro 1.324) encontramos que el oficiante dice que: 

“¡No soy yo quien os dice esto, oh dioses; 
es Heka quien os dice esto, oh dioses!” 

En el antiguo Egipto la magia era ese poder misterioso que lo impregna todo y que constituye realmente la armazón que unía todos los niveles de la realidad y, por tanto, de la existencia cotidiana de los hombres. Egipto estaba estructurada como una sociedad de tipo teocéntrica y mistérica en la que los seres vivos dependían de los magos para poder mantenerse en una relación de armonía con todo aquello que en cada momento concreto los dioses deseaban. 


Enfermedades y demonios 

En el caso de la medicina la relación con los poderes mágicos era especialmente apreciable por los hombres. Los egipcios pensaban que cuando una persona enfermaba la causa radicaba en que fuerzas espirituales de tipo negativo estaban influyendo tanto en su cuerpo como en su espíritu. Las influencias demoníacas eran las responsables de las enfermedades y en general de los males de los hombres, de modo que era misión esencial del mago/sanador la de saber identificar con claridad al poder demoníaco que estaba actuando en cada caso concreto, tarea en la que le resultaba necesario contar con la ayuda de alguna divinidad que le pudiera ayudar. 

El mago era un visionario que tenía la capacidad de ver en las esferas espirituales. Adecuadamente instruido en la Casa de la Vida era un hombre que conocía los nombres verdaderos de las cosas, es decir los nombres que estaban ocultos a los profanos. Gracia a ese poder mágico de las palabras el mago podía activar los poderes de Heka y enfrentarse a los poderes negativos causantes de las enfermedades. Se pensaba, en suma, que cuando el mago nombraba el nombre oculto de un ser llegaba a alcanzar un inmenso poder sobre él. En cada caso concreto, el mago debía saber lo que tenía que decir y como lo tenía que decir. Sabía como invocar a los poderes ocultos y, revestido de los poderes de Heka, tenía poder sobre ellos. Concebida la enfermedad como la manifestación del poder de un demonio o espíritu hostil que había entrado en una persona el sanador solamente podría tener éxito en su combate con el mal en la medida en que fuese capaz de enfrentarse a los poderes de esos demonios. 

En el Museo del Louvre se custodia una estela que fue encontrada cerca del templo de Khonsu, en Karnak, en 1829. Su contenido nos permite profundizar en las creencias que venimos comentando. Se trata de un texto grabado en signos jeroglíficos que nos ofrece una narración de tipo propagandístico que los sacerdotes tebanos elaboraron en alabanza a esta divinidad, a la que se atribuía una capacidad especial para ahuyentar a los espíritus que molestaban a los hombres. En su contenido todo parece indicar que la narración se inspira en una antigua leyenda popular que los sacerdotes querían ahora convertir en documento oficial. 

La princesa de Bakhtan es el nombre que los egiptólogos han dado a esta historia, que supuestamente habría sucedido en tiempos de Ramsés II. La inscripción nos dice que el rey habría desposado con una princesa extranjera, de nombre Neferure, que habría nacido en el lejano reino de Bakhtan. La protagonista de la historia es Bentrech, hermana menor de Neferure, de la que se nos dice que está gravemente enferma desconociendo los médicos de su reino el posible modo de curarla. 

Ante esa situación el monarca de Bakhtan decide solicitar la ayuda de Ramsés, al que ruega que envíe a un mago egipcio que se ocupe de la salud de la princesa. Por encargo del faraón uno de los mejores sanadores egipcios se traslada al lejano reino y tras examinar a Bentrech toma pronto conciencia de que la princesa está poseída por un espíritu merodeador, de los que traen las enfermedades a los hombres: 

“Cuando el sabio llegó a Bakhtan –se indica en el texto, seguimos a Lefebvre-, se encontró a Bentrech en el estado de (alguien) que está poseída por un espíritu; se encontró por otro lado que (se trataba de) un enemigo al que había que combatir...” 

Encontrándose el mago con que el espíritu es un ente de grandes poderes informará a Ramsés II que piensa que es necesario que una divinidad egipcia sea trasladada al reino de Bakhtan para conseguir la expulsión del intruso del cuerpo de la princesa. 

Se decide, finalmente, que sea Khonsu, en su acepción de “Khonsu-que-gobierna-en-Tebas” quien viaje al país lejano, no sin que antes el propio “Khonsu-el-Grande” le provea adecuadamente con sus fluidos de poder, que le suministrará a través de cuatro “pasadas” mágicas que se citan expresamente en el texto. Es de especial interés este fragmento de la narración en el que se nos informa de uno de los rituales mágicos que practicaban los egipcios: vemos como Khonsu transmite su poder a “Khonsu-que-gobierna-en-Tebas” a través de varias “pasadas” repetidas y que posteriormente esta segunda divinidad hará lo mismo con la princesa posesa: 

“Provéelo con tu fluido mágico –le dice el rey a Khonsu-, para que yo haga ir a Su Santidad a Bakhtan para salvar a la hija del príncipe.” 

Y más adelante se nos dice que: “Entonces este dios (“Khonsu-que-gobierna-en-Tebas”) se dirigió al lugar en que se encontraba Bentrech. Hizo pasar el fluido mágico a la hija del príncipe: ella se encontró bien de inmediato”. 

Finaliza esta curiosa narración propagandística de los poderes mágicos de Khonsu indicando que el espíritu, reconociendo el inmenso poder del dios, se declaró de inmediato su siervo, marchándose luego en paz, con la aquiescencia de Khonsu. Vemos así que esta divinidad tebana es reconocida como poseedora de poderes especiales que permiten poner en fuga a los espíritus que a veces entran en posesión de los cuerpos de los hombres. 


Textos de magia egipcia 

Se han conservado multitud de textos egipcios que reflejan las creencias existentes acerca de los magos entendidos como hombres que no temían a los demonios y a los espíritus errantes que causaban las enfermedades y la angustia a las personas. Esos seres del Más Allá producían sentimientos de miedo a los hombres pero no a los magos que iniciados en los Misterios de la vida y de la muerte sabían como derrotarlos invocando para ello a los poderes benéficos de Heka, que lo que reflejan no son sino la inmesa fuerza positiva de la Luz divina. Algunos de esos textos se han conservado en las tumbas de sacerdotes-magos que posiblemente quisieron llevarse sus libros de poder al Más Allá para seguir usándolos durante la eternidad. 

En el Papiro hierático del Museo de Berlín (3027) encontramos un conjuro que utiliza el mago para obligar a un espíritu maligno que ha entrado en el cuerpo de un niño a que salga de él. Lo reproducimos seguidamente en la versión de M. Valentín: 

“¡Sal fuera, asiática venida del desierto, negra venida de las tierras vacías! ¿Eres una esclava? ¡Entonces sal fuera por medio del vómito! ¿Eres una dama de la nobleza? ¡Entonces sal fuera por su orina! ¡Sal fuera por las secreciones de su nariz! ¡Sal fuera en el sudor de su cuerpo! Mis manos se posan sobre mi niño y las manos de Isis están sobre él, igual que protegieron a su hijo, Horus” 

En este interesante conjuro vemos que el mago trata de identificar al espíritu que causa el mal, sea de una esclava o de una dama fallecida, al que asimila con los enemigos de Egipto, los asiáticos y los negros, es decir, los pueblos extranjeros. Se le obliga a que salga del cuerpo inmerso en las secreciones que este produce: vómito, orina, etc. Dado que el enfermo es un niño, el mago ha invocado a Isis, divinidad protectora, que ha impuesto sus manos sobre él y le protege del espíritu invasor. Del mismo modo que Isis devolvió la salud a Horus, su hijo, cuando estaba enfermo, ahora también sanará al niño. 

Igualmente a modo de ejemplo reproducimos, también en la versión de M. Valentín, un conjuro contra un veneno en el que el mago, ahora, invoca los poderes de Horus: 

“¡Horus lo expulsa por su virtud mágica! 
¡Derrámate veneno, sal sobre la tierra, no circules en ningún miembro de N, hijo de N! 
Horus salva mi vida por sus amuletos, sus palabras bienhechoras me protegen. 
¡Venenos que estáis en mi cuerpo, abrid vuestra boca y no mordáis! 
¡Pus que ha salido de la boca del enemigo de Horus, tú, virulento, sal sobre la tierra! 
¡Desapareced vosotros, abominaciones!” 

En este texto se nos dice que el veneno que está enfermando al paciente es un espíritu maligno, enemigo de Horus, que es la divinidad protectora a la que el mago ha invocado. Ese espíritu maligno, el veneno, debe salir del cuerpo e irse a la tierra. Esta expresión de “irse a la tierra” es muy frecuente en este tipo de conjuros y se inserta en la creencia de que el causante del daño es un espíritu errante, que no se ha elevado tras la muerte a la Luz de Atum-Re, por lo su destino es integrarse en la tierra, en el mundo de la materia. 

Textos como estos y otros muchos más que se han conservado confirman que los antiguos egipcios, en su existencia diaria, estaban plenamente impregnados por las creencias mágicas. Los demonios y los espíritus malignos eran algo tan cotidiano en sus vidas como el resto de los hombres de su entorno. Afortunadamente, esa continua presencial del mal que amenazaba a los hombres podía ser combatida gracias a la actuación de los magos, que sabían utilizar adecuadamente los benéficos poderes de las divinidades positivas, lo que contribuía a aportar seguridad a la vida cotidiana. 

En los tiempos más tardíos, con la irrupción de los poderes griego y romano, el aspecto más elevado y místico de la magia fue cayendo en el olvido, siendo sustituido por la superstición y la hechicería. Las antiguas creencias ya no encontraban sustento en el nuevo mundo grecorromano y el misticismo de los Misterios de Isis y Osiris fue quedando relegado. Ahora la hechicería más vulgar lo impregnaba todo. Veamos, a modo de ejemplo, un conjuro en el que el invocante no duda en amenazar al propio Osiris en el caso de no alcanzar el amor de una mujer. Seguimos a M. Valentín: 

“¡Homenaje a ti, Re Hor-Ajty, padre de los dioses! ¡Homenaje a vosotras, las siete Hat-Hor que os vestís con tejido de lino rojo! ¡Homenaje a vosotros, dioses, señores del cielo y de la tierra! ¡Haced que la mujer N, nacida de N, vaya detrás de mí como una vaca va tras el pasto, como una niñera va tras sus niños, como un pastor va tras su rebaño! 

¡Si no conseguís que venga detrás de mí, yo incendiaré Busiris y quemaré a Osiris!” 


Los démones en el mundo clásico 

Para los griegos, en una primera aproximación, podemos decir que los démones, espíritus demoníacos, eran unos seres que se ubicaban entre los dioses y los hombres. Usualmente tenían una naturaleza maligna causando enfermedades y penalidades a los hombres. 

Estas creencias sobre los démones, influidas por las que antes se habían desarrollado en Egipto y Mesopotamia, fueron muy confusas en los tiempos más antiguos de la historia de Grecia, de modo que el concepto de demon no estaba del todo claro y no se sabía distinguir con claridad entre los démones y los espíritus de los difuntos. 

No obstante, en un momento temprano, encontramos autores como Hesiodo que nos han transmitido una interesante información acerca de los seres de la ultratumba. Estas noticias se insertan en su obra Los trabajos y los días, en la que Hesiodo nos habla de las distintas edades por las que habría transcurrido la historia del hombre. 

Pensaba este autor que en los primeros tiempos –la edad de Oro- hubo una estirpe de hombres mortales, cuando Cronos reinaba en el cielo, que vivían como dioses, libres de todo tipo de preocupaciones. Estos hombres llegaban a la muerte como sumidos en un dulce sueño y cuando esto sucedía, por voluntad de Zeus, eran transformados en démones benignos que actuaban como protectores de los mortales. Uno de estos démones buenos habría sido el demón de Sócrates, que según las noticias que nos ha transmitido Platón en su Apología de Sócrates era un espíritu divino que le advertía siempre que iba a actuar de manera no recta, aun en los asuntos de menor entidad. 

Entre estos démones buenos habría que mencionar igualmente al demon que protegía a Plotino. En este caso, gracias a Porfirio –Vida de Plotino- sabemos que este filósofo pagano que vivió en el siglo III d.C. poseía una superioridad innata a los demás hombres ya que tenía como demon protector a un dios y no a un demon u otro ser de linaje inferior. Esto se lo habría dicho a Plotino un sacerdote egipcio que llegó a Roma y procedió a invocar en el templo de Isis, a modo de exhibición, al demon tutelar de Plotino, 

Retornando nuevamente a Hesiodo, este sostenía que ultimada la edad de Oro vino la de Plata, en la que los hombres dejaron de honrar debidamente a los dioses, lo que tuvo la consecuencia de que tras su muerte estos ya no se transformaron en démones benévolos sino en genios subterráneos. 

Habría de venir luego una edad de Bronce, en la que los hombres se distinguirían por su soberbia y modos de vida violentos. Cuando les llegó la muerte se transformaron en espíritus anónimos que habitan en las vastas mansiones del cruento Hades. Entre estos hombres, sin embargo, algunos sobresalieron por sus virtudes, como es el caso de los que pelearon en las guerras de Tebas y Troya. Estos se habrían convertido en semidioses o héroes y habitarían ahora en los campos fértiles de las Islas de los Afortunados. 

Finalmente, siempre según Hesiodo, estaríamos ahora en la edad de Hierro, que se distinguiría esencialmente por lo contradictorio de la existencia del hombre. A veces se siente feliz, a veces desgraciado. En unos momentos alegre, en otros apenado. En todo caso, los elementos que marcarían la existencia del hombre en estos momentos serían la necesidad del trabajo y el padecimiento de multitud de penalidades. 

En la concepción de Hesiodo podemos apreciar que la existencia de los distintos seres que pueblan los mundos del Más Allá estaría relacionada con esas diversas edades por las que habría transcurrido la historia del hombre. Las virtudes y defectos de los hombres en esos distintos momentos serían los responsables de que estos se hubieran transformado en démones buenos, subterráneos, almas anónimas o héroes. 


Dioses, démones y héroes 

Eusebio de Cesarea, que vivió entre los siglos III y IV d.C., nos ha transmitido en su Preparación Evangélica (IV, 5) una interesante información acerca de las creencias teológicas del paganismo, en las que según este autor cristiano se sostenía la existencia de un Dios Supremo, que habría sido el Padre de todo y que estaría acompañado por una legión de divinidades que tendrían su aposento en el cielo y el éter, tan lejanos como la Luna. 

Según Eusebio, en las concepciones paganas grecorromanas habría dos clases de démones. Unos tendrían naturaleza positiva y participarían de la Luz del Dios Supremo (démones buenos); otros, por contra, serían malos y estarían integrados en la Obscuridad. A todos ellos les estaría asignada la región del cielo que se sitúa alrededor de la Luna, así como la atmósfera terrestre (el cielo más bajo, en suma). 

Distinguía, finalmente, Eusebio a los héroes, que serían las almas de los muertos de más elevada consideración. Alejandro Magno o Julio César serían prototipos de héroes, cuyas almas tendrían una naturaleza claramente superior a las del resto de los difuntos. A las almas de los héroes estarían asignadas las regiones terrestres en las que se había desarrollado su vida, actuando como entidades protectoras de esos lugares. 

En el último lugar de esta escala de graduación de los habitantes del Más Allá habría que situar a las almas de los hombres comunes, a las que según Eusebio se asignarían las regiones terrestres y los espacios subterráneos (lo que los egipcios denominaban Inframundo). 

Ante esta disparidad de seres, sigue explicando Eusebio, los hombres paganos tenían establecida una escala de preferencias. En primer lugar, rendían culto a los dioses del cielo y del éter; en segundo, a los démones buenos; en tercero, a las almas de los héroes, y, finalmente, trataban de apaciguar a los démones perversos y malévolos. Esto en el terreno puramente teórico, ya que en la práctica lo cierto es que los hombres no hacían sino adorar a esos poderes perversos, sirviéndolos de manera clara e intentando servirse de ellos. 


El mago y la invocación 

En acertadas palabras de G. Luck: “El mundo de los antiguos estaba poblado de toda clase de espíritus. Aunque no tomaran posesión de un cuerpo humano para manifestarse o para hacer algún mal, podían establecer con ellos contactos y comunicaciones. Pero en general, los antiguos creían que solamente los muertos inquietos –es decir, aquellos que habían muerto antes de su tiempo, de forma violenta (asesinados o muertos en batalla) o se les había privado de un entierro adecuado- pertenecían a la tierra y eran fácilmente accesibles. Éstos eran los espíritus que utilizaban los magos, porque se creía que estaban enojados por su destino y eran por ello despiadados y violentos.” 

La literatura griega nos ha transmitido una gran escena de nigromancia en Los persas, una de las obras de Esquilo. En ella podemos ver como la viuda del rey persa Darío hace una invocación a los poderes subterráneos para que permitan que se manifieste el espíritu de su esposo que ha muerto en la batalla de Salamina. La viuda desea pedirle consejo acerca de lo que debe hacer ahora el pueblo persa, derrotado por los griegos. Veamos esa invocación: 

“¡Ea, tú, Tierra, y vosotros también, los que sois los demás soberanos de las subterráneas regiones; permitid que salga de sus moradas la gloriosa deidad, el dios de los persas que en Susa nació! ¡Enviad aquí arriba a quien es cual ninguno la tierra de Persia había tenido jamás en su seno.... 

Edoneo, tú que haces que suban a la luz las almas de los muertos, Edoneo, permite que suba hasta aquí el divino soberano Darío. ¡Eh! ¡Eh!” 

En las creencias clásicas cuando el oficiante hacía una invocación dirigida a los poderes de la Ultratumba era frecuente que no se supiera con certeza que seres sobrenaturales eran los que se iban a manifestar atraídos por esa llamada. Esos seres demoníacos podían ser tanto los propios démones (buenos o malos), como héroes o espíritus errantes. Se pensaba, además, que esos seres, por lo general perversos, no gustaban de desvelar su identidad real e incluso no dudaban en mentir cuando esta se les preguntaba de modo directo. La idea que se nos ha transmitido, y esta era una materia objeto de mucha discusión, es que los serés del Más Allá, una vez invocados, solo accedían a revelar su verdadero nombre y su origen cuando eran adecuadamente forzados por magos experimentados. 

Veamos un conjuro del Papiro Mágico de Paris con el que el mago pretende identificar a un espíritu demoníaco que esta poseyendo a un hombre, para hacer que le obedezca y salga del cuerpo: 

“Yo te conjuro, espíritu de todo demon, para que digas de que clase eres... 
Habla también tú, di de que clase eres, celeste o aéreo, terrestre o subterráneo, o infernal o Ebuseo o Querseo o Fariseo, di qué clase de espíritu eres... 
También obedéceme tú, cualquier espíritu demoníaco, porque yo te conjuro...” 

En su obra Sobre los misterios de los egipcios, Jámblico nos decía que los grandes magos egipcios, los teúrgos, sabían como distinguir a los démones del resto de los seres visibles o invisibles. Gracias a sus conocimientos esos teúrgos dominaban la naturaleza falaz y demónica y eran capaces de elevarse y entrar en contacto con la naturaleza inteligible y divina. De ese modo, a través de la teurgia, la magia sagrada, el alma del hombre podía arribar ante el Demiurgo y unirse a él, integrándose en la completa divinidad creadora. Ese sería, según Jámblico, el misterio esencial de las creencias egipcias. Gracias a la teurgia el hombre llevaba a cabo un proceso de ascensión hierática en el que dejando atrás la naturaleza demoníaca llegaba a integrarse en la divinidad. 


Prácticas maléficas 

Las prácticas maléficas, que se integraban en lo que hoy conocemos como Magia Negra nos hablan de la capacidad que poseían algunos hombres para conjurar a los espíritus inferiores, fuesen démones o almas, con la finalidad de obligarles a que llevasen a cabo una determinada conducta, que usualmente consistía en causar un mal a una tercera persona, la víctima de la práctica. Utilizando sus poderes mágicos el invocante obligaba a ese ser no encarnado a que hiciese lo que él deseaba. 

En este contexto de relaciones entre hombres y espíritus, los magos podían intervenir de maneras diversas. Era usual, por ejemplo, que el mago invocase a un espíritu para que este interfiriera en el sueño de otra persona y le transmitiera un determinado mensaje que alguien -el que había contratado al mago- deseaba hacerle llegar. 

En estos casos, ante la posibilidad de que el espíritu se resistiese a las pretensiones del mago, lo más usual es que este emitiese temibles amenazas. El mago está revestido de los poderes de los dioses a los que ha invocado y no dudará en proclamar esas amenazas al espíritu para el caso de que este no cumpla lo que le está ordenando. En el Papiro Mágico de Leyden, encontramos uno de estos conjuros con los que los magos obligaban a los seres del Más Allá a ponerse a sus órdenes utilizando para ello la coacción y el terror. El mago se ha identificado con Seth, es decir con un dios de la esfera superior, y el espíritu no puede sino obedecerle. Veamos el conjuro en la versión de Calvo y Sánchez: 

“Y tú, Demon Bueno, cuyo poder es el más grande entre los dioses; escúchame y ven junto a N, a su casa donde duerme, a su alcoba, y ponte a su lado con aspecto temible, terrorífico en virtud de los nombres grandes y poderosos del dios, y dile esto. Te conjuro por tu fuerza, por el gran dios Seth, por el momento en que fuiste creado como dios grande, por el dios que va a profetizar lo de ahora mismo, por los 365 nombres del gran dios, a que vengas junto a N, en este momento, en esta noche, y le digas esto en el sueño. Si me desoyes y no te acercas a N, se lo diré al gran dios. Te herirá y cortará miembro a miembro y dará tu carne a comer al perro rabioso que se sienta en los basureros. Por esto, escúchame, ya, ya, pronto, pronto, para no verme obligado a decir estas cosas por segunda vez”. 

Antes del propio conjuro, el texto nos describe el entorno mágico que debe envolver el acto: “Toma un lienzo puro y –según Óstanes- pinta en él con tinta de mirra una figura de aspecto humano y cuatro alas; que tenga la mano izquierda extendida con las dos alas del lado izquierdo y la derecha doblada con los dedos doblados también; sobre la cabeza una diadema real y un manto alrededor del antebrazo y dos vueltas en el manto; sobre la cabeza unos cuernos de toro. En las nalgas, la cola cortada de un pájaro. Que la mano derecha esté sobre el estómago, cerrada; que una espada se extienda hasta cada uno de los tobillos. Escribe en la cinta los nombres del dios, uno tras otro, y cuanto quieras que N sepa...” 


Ritos de sometimiento 

La invocación del mago podía pretender además que el ser del Más Allá no solamente se manifestase ante otra determinada persona sino que además le causase un daño determinado. En estos casos los antiguos pensaban que debido a las amenazas que el mago emitía, el espíritu, atemorizado, tendría que seguir sus órdenes y no dudaría en causar la enfermedad o incluso la muerte del sujeto. 

Se han conservado diversos formularios mágicos que nos informan de los rituales que se debía seguir en estos casos. Ante todo, el texto del maleficio, acompañado de los símbolos mágicos adecuados, se debía grabar en la noche en una lámina de plomo. Esa lámina se depositará luego junto al cadáver de una persona que hubiese fallecido de muerte violenta o prematura y se invocará a una divinidad de carácter negativo. De ese modo, se pensaba, se pondrá en marcha un mecanismo mágico que debe permitir que un hombre pueda utilizar al espíritu de un muerto para someter o causar mal a otro hombre. Podemos ver un ejemplo en el Papiro Mágico del Museo Británico, que constituye en palabras de Calvo y Sánchez un verdadero “manual del mago”, debido a la variedad de prácticas que contiene: 

“Genuina fórmula para silenciar y someter y de posesión. Toma plomo de una cañería de agua fría, haz una lámina y escribe con un estilo de bronce, como aparece después, y ponlo junto a un muerto prematuro: (siguen diversos signos y palabras mágicas)..., sujeta. (Luego, pon lo que desees)”. 

En otro papiro mágico del Museo Británico, adquirido por Anastasi en Tebas y vendido luego al museo en 1839, encontramos otra fórmula que pretende conseguir, a través igualmente de la intervención del espíritu de un muerto prematuro, sujetar la voluntad de otra persona para que no haga algo que en otro caso sería perjudicial para el invocante. Seguimos de nuevo a Calvo y Sánchez: 

“Toma un papiro hierático o una lámina de plomo y un anillo de hierro; coloca el anillo sobre el papiro y con un cálamo dibuja el borde interior y exterior del anillo; después cubre con tinta la circunferencia; después escribe en la circunferencia del anillo, sobre el papiro, el nombre y en la parte externa los signos mágicos; después, en la parte interna, lo que no quieras que ocurra y esto: “Que su mente quede atada para que no haga tal cosa.” Luego pon el anillo sobre su propio círculo que hiciste y, eliminando la parte externa, cose el anillo hasta que éste quede enteramente cubierto. 

Mientras pinchas signos mágicos con el cálamo y realizas la atadura, di: “Yo encadeno a N a tal cosa: que no hable, que no se oponga, que no diga nada en contra, que no pueda mirarme de frente ni hablar contra mí, sino que me esté sometido, tanto tiempo como este aro esté oculto. Yo ato su inteligencia y sus pensamientos, su reflexión, sus actos, para que sea incapaz contra todos los hombres.” Si se trata de una mujer: “para que no se pueda casar con N” (tu deseo). 

Después lo llevas a la tumba de uno que haya muerto prematuramente, haces un hoyo de cuatro dedos, lo pones dentro y dices: “Demon de muerto, quienquiera que seas, entrégame a N para que no haga tal cosa.” Después de enterrarlo, márchate. Esto lo harás mejor si la luna está menguante. Esto es lo que se escribe en el círculo: (siguen diversas palabras mágicas)..., que no se haga esto en el tiempo en que esté enterrado este anillo.” Sujétalo con cuerdas que tú habrás tejido con esparto y deposítalo así . El anillo se echa también en una fuente que no se usa o en la tumba de uno que ha muerto antes de tiempo...” 

Estos ritos mágicos maléficos, nacidos en Egipto y Mesopotamia, perduraron en la clandestinidad durante siglos en las culturas griega y romana, encontrando una importante difusión. Podemos así citar que en tiempos recientes se identificaron en Córdoba, procedentes de una zona de necrópolis romana, unas láminas de plomo que se habían depositado en el interior de un recipiente cerámico lleno de cenizas y huesecillos. Se trataba aparentemente de la urna de incineración de un niño, buen ejemplo de muerto prematuro. Alguien había depositado allí las láminas maléficas no sin antes haber grabado los siguientes textos: 

“Quédese mudo el liberto Príamo de todas las formas.” 

“No permitas que alguien pueda decir palabra sobre la herencia. Enmudezcan todos. Callen.” 

“Enmudezcan uno por uno en la locura y el dolor.” 

“...Genio malévolo, execra(los) y concede que callen. Sean mudos los herederos”. 

Los textos han sido estudiados por Ángel Ventura. Parece que alguien, interesado en recibir una herencia, deseaba paralizar las posibles acciones de los otros herederos. Para conseguir sus propósitos no dudó en utilizar en su provecho el desorientado espíritu de un niño que había fallecido recientemente. 


Papiros cristianos de magia 

Las actividades mágicas maléficas estuvieron perseguidas en la antigua Roma. Un asunto especialmente tenebroso fue el que aconteció con la muerte de Germánico, hijo adoptivo de Tiberio. Fueron muchos los que la achacaron a ritos de tipo maléfico, ya que bajo el suelo de la casa y en sus paredes se encontraron restos humanos que habían sido sacados de sus tumbas así como diversos “plomos mágicos” que tenían grabadas terribles maldiciones (las denominadas tablillas de defixión). En los tiempos de la antigüedad clásica muchos magos y astrólogos fueron perseguidos, algunos de ellos por motivos esencialmente políticos, ya que era usual que algunas de sus actividades, sobre todo las profecías, resultasen contrarias a lo que se considera como interés del Estado. 

En el Papiro Mágico de París, que fue encontrado en Tebas y que posiblemente perteneció a la biblioteca de un gnóstico egipcio, se encuentra el denominado Exorcismo de Pibequis, en el que vemos como el mago emite un conjuro en el que hace una invocación a diversas divinidades de distintas culturas, incluyendo entre ellas al propio Jesucristo. Todo parece sugerir que el mago, posiblemente, no practicase ninguna religión concreta pero, por si acaso, deseaba poseer las fuerzas de todos esos dioses para activar así su poder mágico de la manera mas intensa posible. El invocante, en suma, nos brinda una simbiosis maléfica con la que pretende conseguir el poder necesario para dominar a un demon. Si una sola divinidad no lo consigue quizás se pueda lograr con la unión de todas ellas. 

El conjuro de Pibequis se trataría de una fórmula mágica que según el mago supondría un remedio probado para hacer que el demon abandonase el cuerpo de un poseso. Veamos algunos fragmentos de la invocación (Calvo y Sánchez): 

“Te conjuro por el dios de los hebreos, Jesús, ... Tanetis, que descienda tu ángel, el inexorable, y exorcice al demon que rodea a esta criatura que Dios formó en su santo Paraíso; porque yo te suplico, santo Dios, por Amón... 
Te conjuro a ti, que fuiste contemplado por Israel en una columna luminosa y en una nube durante el día, que salvó a su pueblo del Faraón e hizo caer sobre el Faraón las diez plagas por haberle desoído... 
Te conjuro a ti, gran dios Sabaot... 
El que pone en movimiento a los cuatro vientos... 
El que lo hizo todo de la nada para que existiera...” 

Una vez que el Cristianismo se convirtió en la religión del Imperio romano todo parece indicar que durante mucho tiempo las ideas de los hombres sobre todas estas materias fueron especialmente confusas. Para las gentes sencillas, el Dios de los cristianos había pasado a asimilar a las divinidades primigenias del paganismo, pero no por ello una multitud de dioses menores, démones o espíritus había dejado de poblar el mundo, causando temor e inquietud entre los hombres. Los mismos miedos que sentían los paganos ante los seres del Más Allá, los seguían teniendo ahora los seguidores de Jesús. 

Los cristianos tenían claro que su dios era un ser de inmenso poder, creador de todo lo que existe, pero lo cierto es que en torno a él parecía existir, como antes, una inmensa legión de seres no encarnados, entre ellos los antiguos dioses paganos, siempre acechantes. Los hombres sentían temor ante esa amenaza y los magos paganos los seguían invocando en sus conjuros. 

Todos esos seres del Más Allá tenían para los cristianos una naturaleza claramente maligna, con la excepción de los no encarnados que eran propios de la nueva religión, es decir, los ángeles. El buen cristiano, para defenderse de todos esos seres malignos que pululan entre el hombre y Dios, deberá invocar con fe a Jesucristo, que con su poder lo liberará de las angustias que esos entes negativos le producen. En el denominado Papiro Zereteli, de propiedad privada, encontramos un conjuro en el que un hombre pide la ayuda de los no encarnados cristianos para tener éxito en un litigio que le enfrenta con la secta de los Acéfalos. El texto acusa influencias egipcias ya que en él se aprecia como el cielo es concebido como una masa inmensa de agua (el equivalente al Num egipcio, las aguas primordiales) que está sostenido sobre la tierra por cuatro inmensos pilares. Veamos el texto del conjuro en la versión de Calvo y Sánchez: 

“(Señal de la Cruz) Ángeles, arcángeles, los que contenéis las cataratas de los cielos, los que hacéis salir la luz de las cuatro esquinas del mundo. Porque estoy en litigio con unos Acéfalos; dominadlos a ellos, y a mi dejadme libre por el poder del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.” 

Veamos otro conjuro en el que ahora se solicita la ayuda de Jesucristo. Se trata del Papiro Griego de la Biblioteca de la Universidad de Oslo: 

“Guardamé, Señor, hijo de David, según la carne, el nacido de la Santa Virgen María, Santo, Dios altísimo, del Santo Espíritu.” 

El invocante, con este conjuro mágico de protección, no pretende sino que Cristo guarde a su casa y a sus habitantes de un mal que les amenaza: “(libranos) de todo hechizo de los espíritus aéreos y de ojo humano y de la terrible enfermedad...” 

El mismo ánimo de buscar la protección de Jesús se encuentra en muchos otros textos mágicos similares, así en el Papiro de Oxirrinco (924) el individuo proclama: “Huye, espíritu odiado; Cristo te persigue...”, en tanto que en el Papiro Griego (954) del Museo de Berlín un individuo llamado Silvano invoca al Dios cristiano y a San Sereno, a los que pide que aleje de él a los demonios del embrujamiento, y al del maleficio y al de la perversidad. El texto termina reproduciendo, en agradecimiento, la oración evangélica de la salud: el Padre nuestro. 

En palabras de G. Luck: “El hecho de que la Iglesia aceptara la realidad de los démones o la posesión demoníaca y la eficacia del exorcismo muestra cómo las mentes de las personas estaban literalmente en las garras del miedo y cómo, en ausencia de conocimientos médicos, era necesario desarrollar una especie de psicoterapia administrada por la Iglesia. Benedicto (ca. 480 – 543 d.C.) tenía fama de ser el más eficaz effugator daemonum y su medalla se lleva aún en nuestros días como amuleto contra los espíritus malignos.” 

En el Papiro Griego 19.889, de la Biblioteca Nacional de Viena, vemos como un cristiano invoca al Señor y a la propia sangre de Cristo pretendiendo conseguir que cese un mal que le aflige, que le ha sido causado por el propio Diablo: 

“El poder de nuestro Dios se fortaleció, y el Señor se puso sobre la puerta y no dejó entrar al Destructor. Abraham habita aquí. Sangre de Cristo, haz que cese el mal.” 


Magos cristianos 

En los tiempos del Bajo Imperio romano tanto los paganos como los propios cristianos siguieron creyendo, con temor, en los poderes mágicos de las fuerzas ocultas y en los seres del Más Allá. Fueron unos tiempos tan confusos como apasionantes en los que el monje cristiano será ahora quien asuma ante las clases más desprotegidas la función de mago benéfico que gracias a la ayuda de Cristo puede derrotar a las fuerzas del mal, que obedecen las órdenes del Diablo, el Señor de los demonios del Cristianismo. 

En estos tiempos la figura del monje se convierte en el prototipo de hombre santo por excelencia. En palabras de R. Teja: “Los cristianos recurrían a los monjes santos para contrarrestar la acción y la atracción que sobre las masas de la época ejercían magos, hechiceros, curanderos y adivinos.” 

El monje cristiano, en suma, habría perpetuado bajo la forma cristiana la acción y el protagonismo que los antiguos magos habían tenido, y seguían teniendo, en el mundo oriental y en el helenismo grecorromano. Del Cristianismo, que había convertido a los dioses paganos en demonios, emergió la figura del monje santo que dotado del poder de Jesucristo podía enfrentarse sin temor a esos demonios. 

Un buen ejemplo de estos monjes cristianos que actúan como magos lo encontramos en Hipazio, cuya sugerente historia nos ha sido transmitida por Calínico (Vida de Hipazio) y ha sido estudiada en tiempos recientes por R. Teja. Se trata de un individuo que vivió entre los siglos IV y V d.C., y del que se sabe que fundó una comunidad monástica cerca de Calcedonia, en la parte asiática del Bósforo. Allí habría de distinguirse por su vida ascética y por su lucha continua con el Diablo, que unas veces actuaba directamente y otras sirviéndose de magos paganos. 

En el entorno social del monasterio se pensaba que el Diablo era el causante de todos los males y enfermedades e Hipazio, amparado en el poder inmenso de Cristo, habría de derrotarlo una y otra vez. En uno de los pasajes de la obra de Calínico se nos narra el modo en que Hipazio pudo superar las malas artes de una mujer hechicera (Vita, 28, 1-8): 

“Un día vino a verle un laico que tenía una llaga horrible –su muslo supuraba por todas partes- y el santo se preocupó por él y oró por él. Pero no mejoró. Entonces el santo Hipazio le preguntó: 
¿No has hecho nada malo? 
Él le respondió: 
Antes de venir al monasterio una mujer hizo sobre mi llaga encantamientos con un cuchillo. 
Cuando hizo esta confesión, nos contó Hipazio: Aquella misma noche yo vi a la mujer sentada delante de la puerta y, a poca distancia, al Diablo sentado sobre un dosel, con vestimentas regias, rodeado de un gran número de demonios. Algunos hermanos salieron en busca de la mujer y los demonios les atacaron. Cuando yo llegué el Diablo dijo a sus siervos: 
Dejadlo, vosotros no podéis nada contra él. 
Inmediatamente el Señor los hizo desaparecer. Al cabo de algunos días el hombre se curó.” 

En otro pasaje de la Vida de Hipazio (43, 1-8), seguimos a R. Teja, se nos muestra otra escena de especial interés que nos narra el enfrentamiento entre los poderes del monje santo y los de un mago pagano que se ha infiltrado en el monasterio. El mal olor, propio de lo diabólico, que despide el mago lo delatará ante Hipazio: 

“En una ocasión, mientras (Hipazio) permanecía en pie durante el servicio divino sintió un mal olor muy fuerte. Hay que tener en cuenta que acudían muchas personas de la ciudad que habían oído hablar de él y querían recoger el fruto de sus santas plegarias. Una vez finalizado el servicio, como inspirado por un poder divino, llamó al hombre que expandía el mal olor, le puso en medio de todos y le preguntó: 
¿De donde eres? ¿Cuál es tu oficio y qué es lo que llevas encima de ti? 
El otro respondió: 
Soy de Antioquia y quiero hacerme cristiano. 
Hipazio le hizo cachear y le encontró un trapo en forma como de cinturón de tres dedos de ancho y le preguntó: 
¿Qué significa esto? Durante el rezo yo he sentido un olor satánico. 
Contra su voluntad se vio forzado a confesar que el paño pertenecía a Artemis (diosa pagana vinculada a la magia). Inmediatamente ordenó que fuese quemado. Pero cuando la prenda fue arrojada al fuego, no ardió, sino que tomó la forma de un objeto redondo. Entonces el santo recitó una plegaria, acompañado de los demás monjes, lo aplastó a puntapiés, lo rompió en pequeños trozos y lo mezcló con la tierra. Después lo arrojo a las letrinas y dijo a aquel hombre: 
Si tú quieres hacerte cristiano, dame tu libro y todos los instrumentos mágicos. 
Envió a un hermano para que le acompañase, pero aquél se escondió y huyó...” 


Los cristianos y los ángeles 

Todo parece sugerir que en los tiempos del Bajo Imperio la ciudad de Alejandría vino actuando como un inmenso crisol en el que se fundieron los conocimientos que sobre las ciencias ocultas habían existido en los momentos anteriores. La mezcla de culturas y de creencias en el Egipto tardoantiguo fue tan profunda que fue frecuente que monjes y obispos cultivaran las artes mágicas buscando defender al hombre de los males que provocaba el Diablo y su cohorte de demonios, pero pretendiendo igualmente, a veces, acceder a la adivinación de acontecimientos que habrían de acontecer en el futuro. 

En un reciente estudio, S. Acerbi nos recordaba que en el Concilio de Laodicea, celebrado a mediados del siglo IV, se decidió prohibir expresamente las actuaciones de contenido mágico entre los miembros del clero. Decía, en ese sentido, el canon 36: 

“Que los clérigos de grado superior o inferior no hagan de magos o adivinos, ni de matemáticos o astrólogos; que no fabriquen los llamados amuletos, que son cadenas que atan sus almas. Que aquellos que lleven tales objetos sean excluidos de la Iglesia.” 

Atanasio, obispo de Alejandría (siglo IV) fue acusado de haber llevado a cabo ritos mágicos en diversas ocasiones. En una de ellas se dijo incluso que había dado muerte a Arsenio de Hypsilis, obispo meliziano, y que luego le había cortado su mano derecha para utilizarla en actos mágicos. 

En el mismo concilio, en el canon 35, se reprochó igualmente el culto a los ángeles, que ya comentamos antes que eran los “no encarnados” propios del Cristianismo: 

“Los cristianos no deben abandonar la Iglesia de Dios y venerar a los ángeles e introducir su culto. Quien se haga culpable de esta idolatría disimulada, sea anatema puesto que olvida a Nuestro Señor Jesucristo, hijo de Dios, y se pasa a la idolatría.” 

Todo esto confirma que en estos tiempos la frontera entre los ritos cristianos y los ritos mágicos del paganismo no estaba todavía suficientemente clara. Para muchos hombres la eucaristía era un inmenso acto de magia, en el que el creyente “comía” la carne y “bebía” la sangre de Cristo. 

Los ángeles, mensajeros entre Dios y los hombres, eran invocados en el paganismo por los magos, para quienes no eran sino démones buenos. Todo parece sugerir que el culto cristiano a los ángeles tenía su origen en esas prácticas demónicas paganas que antes fuimos estudiando. De manera disimulada, como nos dice el propio canon, debieron ser muchos los que utilizaron la veneración a los ángeles como medio para llevar a cabo prácticas mágicas. S. Acerbí recuerda también que en el Corpus de San Efrén se conserva un sermón en el que se nos dice que el autor conoce los nombres ocultos de los ángeles Rufaele y Rafufaele y sabe como utilizarlos en los ritos mágicos. 


Sofronio de Tella 

Este personaje, que vivió a mediados del siglo V en Siria, fue acusado formalmente por la Iglesia de practicar la magia en el II Concilio de Efeso (año 449). Entre otras acusaciones se le reprochaba haber utilizado a un niño para sirviéndose de él entrar en contacto con los démones y conseguir adivinar ciertas cosas. 

En el momento del acto mágico el niño había sido colocado sobre una fosa en la que antes se había vertido aceite y agua. Sofronio pretendía entrar en contacto con los seres del Más Allá, utilizando como médium al niño. Se decía que tras el penoso trance mágico, el niño estuvo privado de razón durante ocho meses y que solo llegó a recuperarla cuando fue tratado con aceites sagrados. 

Vemos, pues, nuevamente que estamos en unos momentos de enorme confusión espiritual en los que no solamente las personas humildes seguían tratando a los démones, los seres del Más Allá, sino incluso también las más altas instancias del clero. La Iglesia, temerosa de estas actuaciones, no podía sino intentar reprimirlas con contundencia, y es que, siguiendo las propias palabras de S. Acerbi: “Aunque Sofronio no fuese un sofisticado experto en el arte mágico, su ars adivinandi le proporcionaba capacidad de persuasión frente a personas especialmente vulnerables e ignorantes. Y por esto era especialmente temida y perseguida. Quien dominaba los saberes ocultos podía fácilmente manipular las conciencias; y, lo que quizás asustaba más a sus acusadores, la libido credendi del pueblo ampliaba su variada clientela.” 





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