El Dios Primigenio de los faraones


Desde los tiempos del Reino Antiguo la religión de los egipcios se ha distinguido por presentar una contradicción entre lo que sería una aparente idolatría manifestada en cultos politeístas en los que los animales, incluso, eran objeto de veneración, y las reiteradas alusiones que se encuentran en los textos acerca de una divinidad primigenia, que nos acercaría a la creencia en un Dios existente por sí mismo del que habría surgido la creación. 

Los antiguos textos funerarios nos dicen que cuando el hombre muere, se dirigirá a esa divinidad primordial, a ese Único, para rogarle que le permita acceder a la vida eterna. Dice el capítulo 2 del Libro de los Muertos: 

“¡Oh, Único, que se levanta como la Luna! ¡Oh, Único que brillas como la Luna! ¡Que N. (el difunto) pueda salir afuera entre la multitud de tus gentes! ¡Desátame (como lo están) los habitantes de la luz! ¡Y ábreme la Duat!” 

El difunto, que ansía ser liberado de las impurezas que amarran su cuerpo, desea ser desatado de ellas y llegar al reino de la luz, donde residen los espíritus santificados (akh), convertidos en divinidades, gozando de una felicidad eterna y para conseguirlo dirige su ruego a un dios que trasciende a todos los demás y que define como Único. 


La integración en el Uno 

Este Dios Primigenio egipcio estaría simbolizado por el sol, el astro que recorre todos los días el cielo brindando luz y energía al mundo, de modo que en el momento del alba sería el dios Khepri; a lo largo de la jornada sería Re, y al atardecer sería Atum, el sol vespertino. 

Osiris, la más importante divinidad funeraria egipcia, no sería sino una manifestación de Re, el sol, durante su presencia a lo largo de la noche en el mundo subterráneo del más allá, lo que nos es confirmado por el capítulo 180 del Libro de los Muertos: 

“¡Oh Re, que te manifiestas como Osiris a través de las gloriosas apariciones de los bienaventurados y de los dioses del Occidente. Forma única, misterio de la Duat, alma santa que preside el Occidente, Unnefer, que vivirá para siempre!” 

En el capítulo 181 de ese mismo libro funerario, el difunto, tras saludar a la divinidad primordial, nos indica claramente como esta se manifiesta simbólicamente como el sol: 

“¡Salve, oh tú que presides en el Occidente, Unnefer, Señor del País sagrado! Has aparecido en gloria como Re. En verdad, he venido para contemplarte, para regocijarme al ver tu hermosura, pues el Disco de Re es tu disco solar; sus rayos son tus rayos; sus coronas son tus coronas; su grandeza es tu grandeza; sus apariciones (al alba) son tus apariciones...” 

Unos capítulos después, en 102, el difunto rogará al dios solar que le permita subir a su barca (los egipcios pensaban que el sol era un inmenso navío que navegaba por las aguas celestes). Si es admitido, se incorporará a ella desde el mundo subterráneo en el que reina Osiris. Allí, en la ultratumba, cada noche, los difuntos bendecidos esperan la llegada de Re y su séquito de divinidades que en un viaje que se prolonga durante las doce horas nocturnas atravesarán el Inframundo para aparecer, cada nueva mañana, con el alba, por el horizonte de la tierra: 

“¡Oh Grande, (que navegas) en tu barca, llévame a tu barca; he avanzado hasta tus gradas; déjame que dirija tu navegación y que esté con tus compañeros, que son las Estrellas Infatigables!” 

Pensaban los antiguos egipcios que el resto de las divinidades, los compañeros de Re, la forma solar del Dios Primigenio, se manifestaban a los hombres en cuanto Estrellas Infatigables o Imperecederas, es decir, las Circumpolares, que nunca desaparecen de la vista del hombre y por tanto eran consideradas como manifestaciones eternas de las divinidades. 

Ya en el capítulo 133 del Libro de los Muertos el difunto manifestará su ansia de fundirse con el Dios Uno, del que todo procede. Se ha incorporado ya a la comitiva de Re, con el que está ascendiendo a los cielos y espera ahora alcanzar la fusión, una vez convertido en divinidad tras su paso por el reino de ultratumba de Osiris, con el Dios Uno y Único que vemos que va emanando de los textos egipcios: 

“Cuando los dioses que habitan el cielo ven al Osiris N. (el difunto ya glorificado y convertido en divinidad) le glorifican los mismo que (a) Re... El Osiris N. es el único Uno, perfecto en esencia en el cuerpo supremo de los que son adelantados de Re.” 

Ahora, integrado ya en el Dios Uno, el difunto, al fin, comprenderá todo lo que de misterioso encierra la creación. Comprenderá que Maat, la noción del Orden y del Equilibrio que reina en el mundo creado, no es sino lo que el Dios Primigenio quiso establecer en el momento inicial de la creación. El mundo es como es porque así lo quiso el Uno y la diosa Maat lo simboliza. 

“¡Que hermoso es ver con los ojos (a Maat) y oír con las orejas a Maat... El Osiris N. no dirá lo que ha presenciado; no repetirá lo que ha oído (acerca de las) cosas misteriosas.” 


Dios y los dioses 

Los textos del Libro de los Muertos que venimos citando nos sirven para llevar a cabo una primera aproximación a las creencias de los antiguos egipcios en relación con la existencia de un Dios Uno y Único, del que todo procedería; Dios que se manifestaría a través de múltiples formas, en las que se incluirían las abundantes divinidades a las que se rendía culto en Egipto. 

Wallis Budge, en su obra Ideas de los egipcios sobre el más allá, publicada en 1899, ya nos hablaba de la doble creencia en un Dios Uno (Neter), que se distinguiría por poseer la existencia por sí mismo y por tener el poder de renovar la vida de manera indefinida, y en las demás divinidades (neteru), que serían entes inmortales pero que no habrían llegado a la existencia por sí mismos. 

De algún modo, en el esquema mental egipcio habría una distancia inmensa entre Dios y los hombres, pero sería mucho menor lo que separaría a los hombres del resto de las divinidades, sobre todo si tenemos en cuenta que el hombre egipcio, tras la muerte, tenía la esperanza de convertirse en una divinidad, en un compañero de Dios, en una de las denominadas Estrellas Infatigables. 

En el capítulo 9 del Libro de los Muertos podemos apreciar como el difunto, que ha sido ya glorificado en akh, en un ser de luz, está ascendiendo al reino celeste y pronuncia un conjuro en el pide a las divinidades que le faciliten su proceso de ascensión. Esta fórmula mágica no la dirige al Dios Único, sino al resto de los dioses y a los espíritus akh (los bienaventurados), pretendiendo con ello que ninguno se oponga a su pretensión de acceder al reino celeste: 

“¡Oh dioses todos, oh bienaventurados, abridme el camino, pues soy Thot que asciende (hacia vosotros)!” 

Antes vimos diversos conjuros que se dirigían al Único, vemos también que son frecuentes en los textos funerarios muchas otras diversas fórmulas que se dirigen a otros dioses menores y a los difuntos glorificados que habitan en el reino eterno de la luz. Todo ello permite sostener que los egipcios distinguían entre el Dios Primigenio, el resto de los dioses, los espíritus santificados y los hombres. 

En el capítulo 79 del Libro de los Muertos se plasma un texto mágico que debe permitir, incluso, que el fallecido se integre en la corporación de los dioses tomando el aspecto de jefe de la propia asamblea divina. En el conjuro el difunto se dirige tanto al creador como al resto de los seres divinos: 

“¡Loor a ti, Atum, creador del cielo, hacedor de todo cuanto existe, que brotas de la tierra, que haces germinar las semillas, Señor de lo que existe, que das nacimiento a los dioses, Gran dios que te has hecho a ti mismo...!” 

Y también: 

“¡Loor a vosotros, señores de los bienes (divinos), seres puros cuyas moradas están ocultas! ¡Loor a vosotros, dioses de la eternidad..., corporación de dioses que vivís en el cielo...!” 


Incomprensión romana 

Las creencias egipcias plasmadas en los textos funerarios que estamos analizando, tan impregnadas de misticismo, se nos manifiestan muy distintas de las que autores como Juvenal (Sátira XV) nos han transmitido en tono claramente burlón: 

“Quién no conoce, oh Volusius de Bitinia, la clase de monstruos que Egipto tiene el capricho de adorar. Una parte venera al cocodrilo, otra tiembla ante un ibis atiborrado de serpientes. La imagen de un mono sagrado brilla en oro, donde los acordes mágicos surgen de una estatua de Memmon partida en dos, y la antigua Tebas está enterrada en ruinas, con sus cien puertas. En un lugar veneran a los peces del mar, en otro, a los peces del río; allá, ciudades enteras adoran a un perro: nadie a Diana. Es un acto impío violar o romper con los dientes un puerro o una cebolla...” 

De forma parecida se expresaba Luciano (La asamblea de los dioses), que pone en boca de Momo palabras similares, que serán ahora contestadas por las alegaciones que en defensa de la religión de los egipcios habrá de hacer el propio Zeus: 

“Momo: Pero tú, cara de perro, egipcio vestido de lino, ¿quién eres, buen hombre, o cómo pretender ser un dios con tus ladridos? ¿O con qué pretensión es adorado este toro moteado de Menfis, da oráculos y tiene profetas? Porque me da vergüenza hablar de los ibis, monos, machos cabrios y otras criaturas mucho más ridículas, que se nos han metido, no sé cómo, en el cielo procedentes de Egipto. ¿Cómo podéis aguantar, dioses, el ver que se les rinde culto tanto o más que a vosotros? O tú, Zeus, ¿cómo lo llevas cuanto te ponen cuernos de carnero? 

Zeus: Todo lo que estás diciendo de los egipcios es verdaderamente vergonzoso. Sin embargo, Momo, la mayor parte de estas cosas son simbólicas y no debe burlarse demasiado de ellas uno que no está iniciado en los misterios.” 

En este antiguo texto de Luciano ya se nos manifiesta la idea de que la aparente contradicción existente en la religión egipcia entre Dios y lo que serían sus múltiples manifestaciones no sería sino uno de esos arcanos misteriosos que estarían encerradas en las creencias espirituales y simbólicas del antiguo Egipto. Antes ya vimos que la esperanza última de sus difuntos, al menos –hemos de pensar- de los iniciados en los misterios, estaba impregnada de un inmenso misticismo (ansia de fusión con el Uno) que no parece tener adecuada relación con el aparente culto o ibis o perros con cabeza humana. 

Esa idea de la existencia de un componente de iniciación en los textos egipcios se plasma, por ejemplo, en el capítulo 17 del Libro de los Muertos. En él encontramos un conjuro que debe permitir que el difunto pueda salir del Más Allá y retornar luego a él a su voluntar. Se indica que debe ser recitado por el difunto después de su muerte, si bien se aclara que es un texto que resultará también muy provechoso para quien lo lea en la tierra, es decir, para los vivos. 

En el momento de redactar ese capítulo, ya en los tiempos del Reino Nuevo, los escribas tenían serias dificultades, incluso, para comprender adecuadamente lo que estaban escribiendo, de modo que los sacerdotes no dudaron en aclarar el texto añadiendo rúbricas adicionales. 

Veamos algunos ejemplos de esas aclaraciones: 

“Yo era la totalidad (Atum) cuando era el único en el Nun y soy Re en su gloriosa aparición (el Sol que nace al alba), cuando comienza a regir todo lo que ha creado.” 

“Soy el Gran Dios que se creó a si mismo.” 

“¿Qué es eso?” (se pregunta el sacerdote) 

Y responde: “El agua, el Nun, el padre de los dioses” (pensaban los egipcios que en las aguas primordiales estaba el origen del Dios Primigenio). 

Y seguidamente: “Soy quien se creó sus nombres” 

“¿Re creó sus nombres?” Se pregunta el glosista y nos responde: “Eso significa que creó sus miembros. Fue entonces cuando se originaron los dioses que están en su séquito.” 

Vemos, en suma, que en los textos funerarios egipcios existen pasajes que nos remiten a componentes de tipo iniciático que nos hablan de la creencia de que las divinidades no eran sino formas, manifestaciones, fases o atributos de un Dios Primordial, que fue simbolizado por Atum-Re en los tiempos del Reino Antiguo y por Amón-Re en los momentos más avanzados del Reino Nuevo. 


Las cualidades del Único 

En el capítulo 15 del Libro de los Muertos encontramos un himno que reviste especial interés si deseamos profundizar en las cualidades que los antiguos egipcios atribuían al Dios Primigenio que se encuentra en el origen de la creación. Estamos en los tiempos del Reino Nuevo y ahora una divinidad local a la que hasta ahora solo se rendía culto en Tebas ha sido asimilada al propio Re, se trata de Amón: 

“¡Salve, Amón-Re… El Osiris N. conoce tus secretos… 

¡Homenaje a ti, que eres Re cuando sales y Atum cuando te pones! Tú te elevas y brillas en la espalda de tu madre Nut, oh rey coronado de los inmortales. Nut te rinde homenaje y durante el alba y el ocaso te abraza un orden eterno, inalterable…! 

¡Oh sustancia divina de la cual todas las manifestaciones de vida reciben su ser! 

¡Oh tú Único, que habitaste en el cielo mucho antes de que existiesen la tierra y los montes! 

¡Tú, el rápido, tú, el señor, tú, el Único, tú, el creador de todo…! 

(En el origen de los tiempos) tú diste forma a la lengua de las jerarquías de los dioses; tú produces cuanto de las aguas brota y de todo brotaste por encima de la inundada tierra del Lago de Horus. 

¡Recibe adoración en paz, oh Señor de los dioses, a quien se exalta por sus obras maravillosas!” 

El contenido de este himno nos permite sistematizar las principales cualidades que distinguirían al Dios Único o Primigenio: 

-Se distingue, ante todo, por ser la única divinidad que existe desde el principio de los tiempos. Habitó en el cielo antes de que existiera nada. 

-Es eterno, es el más anciano de la tierra y es quien ha establecido perdurablemente la totalidad de las cosas. 

-Está oculto a los hombres. Sólo tras la muerte, el hombre (el Osiris N.) llegará a conocer sus secretos. Precisamente la cualidad distintiva de Amón, en el Reino Nuevo, hacía referencia expresa a ese carácter de incognoscible. 

-El Único simboliza el Orden del mundo: le abraza un orden eterno e inalterable. 

-Es el dador de la vida. Es de Él de donde llega la vida a los seres. Él lo produce todo y crea obras maravillosas. En Él reside el dulce aliento de la vida. 

-El Dios Primigenio es el creador de todo. Él es el rey coronado de los inmortales y es él quien ha dado forma a las jerarquías de los dioses. 

-El Único está simbolizado por el Sol, Atum-Re. En efecto, se nos dice que “eres Re cuando sales y Atum cuando te pones”. 

-Este Dios en el que estamos profundizando se manifestaría de múltiples formas: de él reciben su ser todas las manifestaciones de la vida. 

La cualidad de incognoscible que para los antiguos egipcios tenía esa divinidad primigenia se nos ha transmitido expresada en diversos textos funerarios. A modo de ejemplo, podemos recordar el capítulo 165 del Libro de los Muertos en el que se confirma esa creencia en una divinidad grande (el más grande de todos los dioses) que se manifiesta como oculta a los hombres, de modo que solamente los iniciados podrían acceder a su comprensión. En este caso, el difunto, que ha superado ya el Juicio de Osiris, declara conocer los grandes misterios que se ocultan en el Dios Creador: 

“¡Oh Amón, oh tú cuyas apariencias (visibles) están ocultas y cuya forma es secreta…! 

¡Oh Amón, oye mi súplica! Conozco tu nombre y tus transformaciones están en mi boca, tus apariencias están en mis ojos…” 


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