El Himno a Atón. Alabanzas de Akhenatón al Creador


Los faraones de la XVIII dinastía egipcia, allá por el año 1500 a.C., en unos momentos de especial esplendor para el reino del Nilo, habían logrado alcanzar importantes victorias militares que se tradujeron en la incorporación al imperio de ricos territorios asiáticos. Inmensos recursos procedentes de esas conquistas arribaron a Egipto, cuyos monarcas dotaron al país de un poderoso ejército y de una bien estructurada administración estatal. A modo de ejemplo, sabemos que Tutmosis III (1483-1450 a.C.) realizó multitud de campañas en Asia, llegando a recibir tributos de los reinos asirios, hititas y babilonios. En la misma orilla del Eufrates, como símbolo de su poder, ordenó erigir una estela que desde entonces habría de señalar el confín de su imperio. 


El poder de Karnak 

Fueron años felices para Egipto; Amón, su dios supremo, se convirtió en el dios de la victoria e inmensos ríos de riqueza afluyeron a los templos egipcios. Gracias a las contribuciones de Asia y al botín de guerra el templo del dios en Karnak (Tebas) se fue transformando en un conjunto arquitectónico cuya fabulosa magnificencia desbordaba toda fantasía, erigiéndose en imagen viva del enriquecimiento desmedido de su clero. 

En aquellos tiempos en Egipto todavía coexistían dos concepciones religiosas. De un lado, se situaba el clero de Amón, dios identificado con Re. El núcleo de la religión de este dios oculto a los hombres residía en la esperanza de otra vida en el más allá, tras la muerte, de acuerdo con las creencias que el mito de la pasión de Osiris ofrecía como consuelo a la fragilidad del ser humano. 

La otra concepción religiosa, en clara situación de desventaja con respecto a la anterior, reposaba en el idealismo solar propio de los cultos de los sacerdotes de Heliópolis. Para ellos, el Sol (Re) era el dios absoluto; sus creencias, de algún modo, implicaban la necesidad de establecer un monoteísmo religioso del que se encuentran frecuentes alusiones en los denominados “Textos Sapienciales” del Reino Antiguo, momento en el que las creencias solares habían alcanzado su máxima difusión. 

Fruto de la riqueza que acumularon los sacerdotes de Amón en los tiempos de la XVIII dinastía, esta casta sacerdotal supo dotarse de inmensas prerrogativas y de manera paulatina se fue inmiscuyendo en los propios asuntos del estado. De algún modo, los anales reflejan la existencia de un poder paralelo, en la sombra, que llegaba a restar capacidad de decisión a la autoridad suprema del faraón. 

Esas fricciones entre el poder real y la casta sacerdotal se hicieron claras durante el reinado de Amenofis III (1408-1370). Su corte, el centro diplomático más importante del mundo de entonces, destacaba por la suntuosidad y el refinamiento, pero lo cierto es que existen noticias de enfrentamientos con los sacerdotes de Karnak, que cada vez acaparaban más prerrogativas y poderes. Parece que esos desacuerdos con el clero de Amón constituyeron una de las causas por las que el faraón, unos años antes de morir, abdicó en favor de su hijo Amenofis IV. 


El que es grato a Atón 

El nuevo faraón, que llegó al poder en 1370 y habría de reinar hasta 1352, se distinguiría muy pronto por la manifestación de unas nuevas creencias religiosas que habrían de iniciar una etapa de profunda crisis en Egipto, algo inusual en la historia del país, que hasta ese momento se había caracterizado por su estabilidad en materia religiosa y por el respeto a las tradiciones anteriores. 

Amenofis IV, del que poco se conoce antes de su llegada al poder, pronto destacó por su interés por la filosofía, la espiritualidad y la mística. Habiendo recibido la iluminación de Dios decidió cambiar de nombre y se hizo llamar Akhenatón (El que es grato a Atón), constituyéndose en profeta de unas nuevas creencias según las cuales la vida en nuestro mundo es un don del dios supremo, dios que se distingue esencialmente por su bondad y que el faraón identificaba con la Luz del Sol (el Disco Solar o Atón), en cuya energía se encuentra la clave de la vida. 

Akhenatón, movido por un amor sin freno a todo lo que procedía del dios del que había recibido la Luz se impuso de manera tajante transformar las estructuras religiosas de Egipto. Su visión de la realidad, totalmente influenciada por su idealismo religioso, habría de iniciar uno de los momentos más apasionantes de la historia de la humanidad. Este personaje, infravalorado en nuestros días, fue posiblemente uno de los místicos más grande de todos los tiempos. Su mensaje espiritual se nos aparece como tremendamente audaz, sobre todo si tenemos en cuenta que se produjo hace más de 3000 años. No debemos olvidar, no obstante, que Akhenatón no fue totalmente original sino que existieron diversos antecedentes de sus creencias que han de buscarse, sobre todo y según ya comentamos, en los antiguos “Libros de Sabiduría”, en los que las mentes más sensibles reconocían la existencia de un Dios supremo y se aproximaban a un modelo de monoteísmo filosófico que se enfrentaba al aparente politeísmo de la religión egipcia. Para los hombres que elaboraron esos textos dios era solo uno, si bien de hecho ofrecía luego múltiples manifestaciones. 

Muy pronto, como prueba clara de sus creencias, Akhenatón ordenó levantar un santuario solar al este de Karnak. El faraón deseaba manifestar su alejamiento del clero de Amón y en la otra margen del Nilo, frente a Tebas, hizo instaurar como alternativa al culto de Amón-Re el culto al Sol, en su acepción de Re-Horakhty, antiguo dios de Heliópolis. El nuevo templo consistía en un gran patio porticado que los rayos del sol bañaban profusamente durante el día. De aquí proceden diversas estatuas colosales que representan al faraón y que se exponen en el Museo de El Cairo. En sus muñecas y en los brazos se aprecian diversos cartuchos con el complejo nombre del Disco Solar al que Akhenatón adoraba: “Re-Horakhty, que se alegra en el Horizonte, en su nombre que es Shu (la Luz) que reside en el Disco Solar”. 

Según la revelación a la que Akhenatón habría tenido acceso, Atón era concebido como Dios Único, puro espíritu, del que Re-Horakhty, en su nombre de Shu, vendría a significar la encarnación de la Luz suprema que de él emanaba. Profundamente influenciado por sus creencias religiosas el faraón se hizo considerar sumo sacerdote de Horakhty, adoptando el título tradicional de “Gran Vidente”, que habían venido utilizando antes los grandes pontífices solares de Heliópolis. 


Horizonte del Disco Solar 

Cuando corría el año sexto de su reinado, Akhenatón, enfrentado ya abiertamente al clero de Amón, tomó una decisión insólita. Con toda su corte abandonó Tebas, donde el dios oculto había alcanzado su mayor esplendor, dando órdenes de construir una ciudad de nueva planta en el Egipto Medio, a unos 450 kilómetros al norte, a la que habría de poner el nombre de Akhet-Atón, es decir, “Horizonte del Disco Solar”. Los vestigios de esta nueva ciudad se encuentran en las inmediaciones de lo que hoy conocemos como Tell-el-Amarna. 

Akhet-Atón estaba situada en la provincia de Hermópolis, en la orilla oriental del Nilo, en un terreno llano y desértico que está delimitado por una curva de la cadena arábiga, ocupando una superficie de unos nueve kilómetros de largo por uno de ancho, en paralelo al río. El monarca ordenó esculpir catorce estelas, de unos cuatro metros de altura cada una, que fueron trabajadas sobre las colinas rocosas circundantes. Esas estelas marcaban los límites del nuevo territorio que se había consagrado a Atón. En ellas se representa a la familia real y por el contenido de su texto sabemos que el faraón cuando decidió construir la nueva ciudad estaba obedeciendo una orden divina de Atón, que en una de sus revelaciones le había indicado que debía hacerlo precisamente en ese lugar, que no estaba manchado por la anterior presencia de ningún otro dios egipcio. 

En esta nueva ciudad consagrada a Atón, el monarca hizo representar abundantemente al Disco Solar como un disco rojo que emite rayos que terminan convirtiéndose en pequeñas manos que otorgan a los miembros de la familia real los signos de la vida y el poder. Abanderando unas creencias espirituales monoteístas, Akhenatón tenía clara conciencia y así lo transmitía a sus súbditos de que existe un único dios, Atón, creador y señor del Universo. Ese dios único tiene también un solo representante en la tierra, el faraón, que es hijo de Atón y señor absoluto en los ámbitos políticos y religiosos. Las nuevas creencias de Akhenatón justifican, a través del origen divino del faraón, un régimen que se distingue esencialmente por el absolutismo. El faraón era también el Sumo Sacerdote de la nueva religión y el único que recibía la revelación de Dios. 

Sin ningún reparo, Akhenatón no dudó en ordenar que los cultos de los demás dioses egipcios fuesen suprimidos e hizo borrar el nombre de Amón de sus monumentos. Todas las riquezas y propiedades de los templos fueron confiscadas 


El templo de Atón 

Al igual que ocurre con otros iniciados que en el futuro habrían de seguir sus pasos distingue a la figura de Akhenatón la singularidad de haber tenido acceso a la Luz de Dios. El Espíritu de Dios, es este caso Atón, le habría impregnado, llegando así a tomar conciencia de que el hombre es una emanación de Dios. Esta Luz Suprema es la misma que seguían buscando, ya en los tiempos del genio de Roma, los iniciados en los cultos mistéricos. Podemos así citar, a modo de ejemplo, al literato Apuleyo, seguidor de los cultos de Isis, que nos transmitía que en el curso de la iniciación, en medio de la noche, había visto sorprendido como el Sol resplandecía “con una muy hermosa claridad”. Esa misma Luz habría de ser cantada, muchos siglos después por los místicos españoles (la Llama de Amor Viva) y antes, también como nuevo ejemplo, era igualmente percibida por Hildegard von Bingen, mística alemana del siglo XII, que nos dejó escrito que desde el tercer año de su vida “había visto una Luz tan intensa que le causaba temblor en el alma”. 

El templo de Atón que Akhenatón hizo levantar en Tell el-Amarna seguía el modelo de los antiguos templos solares egipcios, consistiendo, en esencia, en un gran patio porticado en cuya parte central se levantaba el altar. El dios visitaba todos los días el santuario bañando con la luz de sus rayos todos los espacios. El propio faraón era el que celebraba allí los ritos en adoración del Disco Solar y todos le seguían con interés. Akhenatón, contrario a servirse en su teología de símbolos o mitos, utilizaba en esos ritos la lengua egipcia vulgar favoreciendo con ello que sus súbditos entendieran sus enseñanzas. 

Se han conservado múltiples losas calcáreas en las que se recogen escenas de adoración a Atón por parte del faraón y su familia más íntima. En ellas se observa como el Disco Solar difunde sus rayos de Luz sobre Akhenatón, su esposa Nefertiti y sus hijas Meritatón y Mekatatón. Los rayos terminan transformándose en pequeñas manos que ofrecen a estas personas los símbolos ankh y was, que representan respectivamente la vida y el poder. Es decir, a cambio de las ofrendas y de la adoración al Supremo los oficiantes se benefician, gracias a la bondad de Atón, de los grandes dones que el hombre ansía lograr. 

La reforma religiosa de Akhenatón significó una revolución en las tierras de Egipto. En la nueva teología todo el poder temporal y religioso era monopolizado por el faraón, hijo de Atón, en tanto que los bienes de los templos fueron confiscados por el estado y desaparecieron los antiguos cultos locales. Ahora, con las nuevas creencias, todo giraba en torno a Akhenatón, profeta único de Dios, imponiéndose un absolutismo extremo. La Luz del Disco Solar brillaba para todas las criaturas y todas ellas se beneficiaban de sus dones, pero lo cierto es que el trasfondo último de estas nuevas creencias implicaba realmente una inmensa concentración de poder en manos del faraón. 


Dios ama a los seres 

En las tumbas de los tiempos de la herejía atoniana se han conservado diversas versiones de un himno al Sol que se piensa que fue elaborado por el propio faraón, a fin de cuentas el único que podía acceder directamente a las revelaciones del Supremo. En estas composiciones se expresa con optimismo el fuerte impulso místico que movía a Akhenatón. Hay autores que piensan que algunos de los Salmos bíblicos podrían haber encontrado aquí su fuente de inspiración. Más adelante reproduciremos una de las versiones más elaboradas del himno a Atón; dejamos al criterio del lector la comparación de ese texto con el que ofrece el Salmo número 104. 

A modo de síntesis habría que destacar que el himno al Sol es una inmensa expresión de felicidad y de confianza del hombre en Dios. Dios y el faraón, su interlocutor en la tierra, viven en la Verdad y aseguran la felicidad a todos los hombres. El himno, pensamos, es una de las composiciones más bellas que el hombre ha escrito jamás sobre la divinidad. Ya hemos comentado que su texto se hizo reproducir en multitud de tumbas de Tell el-Amarna y que se han conservado diferentes versiones, más o menos amplias, del mismo. 

El himno nos habla de la creencia en un Dios Único, que no tiene igual y que creó el mundo, él solo, sin ayuda, según su deseo. Todo lo que existe ha sido creado por Dios, que ama y cuida de todos los seres extendiendo su amor sobre ellos hasta en los más ínfimos detalles. De algún modo, Atón es el dios de la igualdad de los hombres; es un dios cosmopolita que cuida y vela por todos los hombres, sean o no egipcios. 

Este Dios Único es la expresión de unas creencias monoteístas que se nos ofrecen demasiado novedosas en relación con los momentos históricos en que nos movemos. Dios es el Ser que ha creado el mundo gracias exclusivamente a un acto de su voluntad y con inmensa bondad se ocupa de que su obra de creación sea renovada continuamente. Atón es el principio de la vida y desde el firmamento, que Él creó, contempla satisfecho su obra. La visión que Akhenatón nos ofrece del Supremo es la de un ser que es anterior al mundo y exterior a él. 

Llama la atención la concreción con que el autor del himno nos habla de la continuidad, día a día, de ese trabajo de renovación continua de la creación. Se nos indica, por ejemplo, que es Atón el que se ocupa de llevar a cabo la apertura de la boca de los nacidos. También se nos dice que el polluelo, cuando llega a romper el cascarón, es precisamente en el justo momento en que Dios ha completado la creación de su cuerpo en el huevo. 


Luz y sombra 

En el himno a Atón no se trasmite ninguna información en relación con la vida en el más allá. Es posible que existiera la creencia de que las almas de los fallecidos se reunían en la Luz suprema de Dios. Sabemos que los hombres, al inicio de cada jornada, en sus plegarias de agradecimiento al Supremo, elevaban los brazos en dirección al Sol, recibiendo como contrapartida el ka de Dios que penetraba en el mundo y en los seres y les otorgaba la fuerza de la vida. En las inscripciones funerarias de estos tiempos los fallecidos invitan a sus parientes y allegados a hacer ofrendas a su ka. Así sucede, a modo de ejemplo, en la tumba de Meryre, que fue sacerdote de Atón. 

Si existen en el himno frecuentes referencias a la dualidad del mundo, en el que se suceden dos espacios de tiempo claramente diferenciados. Durante el día, bajo el poder de Atón, todo es vida, actividad y gozo. Dios destaca por su bondad hacia los seres y Egipto entero festeja su llegada todas las mañanas. Hombres y animales se complacen con la aparición del Sol en el horizonte cada nuevo día. 

Durante la noche, sin embargo, cuando Atón reposa, se produce el despertar del mal. Es entonces, cuando el Dios bueno está ausente, cuando los peligros amenazan a los seres: los leones salen de sus guaridas y las peligrosas serpientes reptan por la tierra; en la noche, cuando el Sol se ha puesto, las criaturas entran en el reino de la muerte. 

Estas referencias sobre la Luz y la sombra, la vida y la muerte, el día y la noche, implican unas creencias religiosas de corte dualista que interrogan por las causas últimas de la existencia del bien y del mal en nuestro mundo, anticipando en muchos siglos las afirmaciones de los místicos del gnosticismo, que afirmaban que existen dos grandes poderes en la creación: uno bueno y otro malo. Todos los elementos negativos (violencia, injusticia, odio, ...) emanarían de un gran poder maligno que se opone al Dios bueno. 

Sobresale en el himno a Atón la creencia del faraón de que él es el único profeta de una doctrina revelada que Dios le ha confiado acercar a los hombres. Vimos que solo el rey y su familia más directa adoraban abiertamente a Atón, en tanto que los súbditos adoraban al rey. En los iconos domésticos que se han conservado es la efigie del faraón, y no el Disco Solar, lo que se representa. Todo ello justifica las frecuentes alusiones en el himno a la imposibilidad del hombre de acercarse a Dios: “Aunque bañas los rostros, nadie conoce tus designios”, “Es imposible al hombre desvelar la creación”, “Nadie le conoce salvo el rey” ... 


Himno a Atón 

“Bello es tu aparecer en el horizonte del cielo 
¡Oh, Atón vivo, principio de la vida! 
Cuando tú te alzas por el oriente lejano, 
llenas todos los países con tu belleza. 
Grande y brillante te ven todos en las alturas; 
tus rayos abarcan toda tu creación, 
porque eres Re, y por ello lo alcanzas todo, 
y dominas todas las tierras para tu amado hijo. 
Aunque estás lejano, tus rayos llegan a la tierra; 
aunque bañas los rostros, nadie conoce tus designios. 
Cuando te ocultas por el horizonte occidental, 
la Tierra se oscurece, como si muriese. 
Duermen las criaturas sin ver nada en torno, 
como si les hubiesen tapado la cabeza. 
Todos los bienes que tienen alrededor 
podrían robarse, sin que nadie lo advirtiese. 
Es cuando salen los leones de su guarida 
y cuando pican las reptadoras serpientes. 
Las tinieblas se extienden como silenciosa mortaja, 
pues el creador reposa en el horizonte. 
Al alba, cuando te encumbras por el oriente, 
cuando resplandeces como el Atón del día, 
disipas la oscuridad y lanzas tus rayos. 
El Alto y el Bajo Egipto festejan tu llegada, 
despiertos y erguidos sobre sus pies, 
pues has sido tú quien los ha levantado, 
y ellos, desnudando y lavando su cuerpo, 
elevan sus brazos hacia ti en oración. 
Todo el mundo puede comenzar su trabajo. 
Las bestias se complacen en sus pastos, 
los árboles y las plantas florecen, 
y, levantando el vuelo desde sus nidos, 
los pájaros alaban tu espíritu moviendo las alas. 
Todos los animales saltan sobre sus patas. 
Las criaturas que vuelan y se posan, 
reviven cuando te ven aparecer. 
¡Tú que has hecho fecundas a las mujeres, 
tú que formas el semen en el hombre, 
que mantienes al hijo en las entrañas maternas, 
que lo apaciguas para que su llanto cese, 
tú mismo fecundas incluso la matriz 
que da aliento para sostener lo creado! 
Cuando el niño desciende por las entrañas 
para nacer y respirar en el aire, 
tú abres su boca por completo, 
tú atiendes a todas sus necesidades. 
Cuando el polluelo pía dentro del cascarón, 
tú le otorgas respiro y ayuda. 
Cuando has completado su cuerpo en el huevo, 
él lo rompe y pía en su justo momento; 
y cuando sale de él ya anda sobre sus patas. 
¡Cuantas y que diversas son tus creaciones! 
Imposible le es al hombre desvelarlas 
¡Oh Dios único, que no tienes igual! 
Tú creastes el mundo según tu deseo, 
solo, sin necesidad de ayuda alguna: 
hombres, ganado, animales salvajes, 
cuanto en la tierra camina sobre sus pies 
y cuanto en lo alto vuela con sus alas. 
Tus rayos amamantan las praderas, 
y éstas viven, crecen por ti cuando te alzas. 
Haces las estaciones para cuidar tus obras: 
el invierno sirve para enfriarlas 
y el calor para que puedan saborearte. 
Para elevarte hiciste el firmamento, 
y desde él contemplas tu creación. 
Tú solo, sin necesidad de ayuda, 
alzándote en forma de Atón vivo, 
apareciendo, brillando, retirándote, 
sacaste de ti mismo miles de seres: 
ciudades, pueblos, campos, caminos, río; 
y todos te miran pasar por encima, 
pues eres el Atón del día sobre la tierra. 
Mas cuando has partido, cuando duermen 
todos los ojos que tú has creado, 
cuando nadie puede contemplar tus obras, 
estás muy dentro de mi corazón, 
y no hay nadie que te conozca 
sino tu hijo Neferheperure Waenre (Akhenatón), 
pues le mostraste tus proyectos y tu fuerza. 
El mundo cobró el ser por tu mano, 
y las criaturas, fieles a tu deseo, 
reciben la vida cuando apareces, 
y cuando te pones, entran en la muerte. 
Tú mismo eres el tiempo de la vida, 
porque se vive sólo a través de ti. 
Mientras brillas, puede verse la belleza, 
pero toda labor se abandona cuando caes. 
Vuelves de nuevo para alzarte por oriente, 
y todo prospera otra vez para el rey; 
y así es desde que cimentastes la tierra 
y creaste las cosas para tu hijo, 
hijo tuyo que brotó de tu cuerpo: 
el Rey de ambos Egiptos, Akhenatón, 
y su primera esposa, Nefertiti, 
viva y joven para la eternidad” 


Aniquilación y olvido 

El peso enorme de las creencias milenarias egipcias dificultaba que las nuevas doctrinas de Akhenatón pudieran ser asumidas por el pueblo en un periodo de tiempo tan breve como el de su reinado. Parece razonable pensar que la mayoría de los egipcios no llegaron a asumir como suya la religión de la Luz, sobre todo si pensamos en el trabajo de oposición que desarrollaría el clero de Amón y la profundidad con que habían calado en el pueblo las esperanzas que el mito de Osiris ofrecían en relación con la vida en el más allá. Posiblemente las reformas de Akhenatón solo llegaron a ser admitidas en el propio círculo aristocrático de su corte. 

El frenesí místico de Akhenatón hizo que el faraón descuidara la política exterior del reino, lo que motivó la aparición de amenazas diversas a las que habría que unir el descontento del clero y de los viejos poderes territoriales egipcios. En efecto, la nobleza de las provincias había tenido que contemplar, impotente, como los ancestrales cultos a los dioses locales, en los que ellos fundamentaban su poder, habían sido prohibidos y sus mismos nombres borrados de las estelas. Ante todas estas fricciones parece que en el decimoquinto año de su reinado Akhenatón asoció al trono a un personaje llamado Smenkhkara, quizás uno de sus hermanos, al que habría encargado iniciar contactos con los sacerdotes de Karnak con el ánimo de buscar un modo de restablecer las relaciones con el clero. 

Tres años después Akhenatón fallecía. Su reinado había durado solo dieciocho años. Tiempo muy escaso para que su nueva religión arraigase entre las capas populares. Su sucesor, Tutankhatón, abjuró pronto de los errores del hereje, haciéndose llamar ahora Tutankhamón (Amón está pletórico de vida) y restableciendo en todos sus honores el culto al viejo dios tebano. En corto espacio de tiempo todo volvió a la normalidad y Egipto recuperó a sus dioses ancestrales que Akhenatón había proscrito. 

La huella del faraón hereje, como es habitual en la historia de las revoluciones en el país del Nilo, fue aniquilada con diligencia, iniciándose una nueva etapa en la que su reinado fue silenciado de todos los documentos oficiales y el nombre del faraón borrado de las listas reales, en un deseo consciente de evitar la continuidad en el tiempo de su obra maldita. Solamente han encontrado los investigadores algunas posibles huellas de la presencia de Akhenatón en los testimonios de Manetón, que en la lista de faraones de la XVIII dinastía, entre Amenofis III y Ramsés, inserta algunos nombres de reyes que están, sin embargo, tan deteriorados que no resulta posible su lectura. 

A principios del siglo XIX la historiografía no conocía nada de la existencia del reinado de Akhenatón. Las primeras noticias se producirían en los tiempos de la expedición napoleónica a Egipto, cuando Jomard encontró diversas ruinas en las inmediaciones de Tell el-Amarna, de las que hizo saber que parecían pertenecer a una vieja ciudad de la que nada más se sabía. 

Habría de ser la moderna Arqueología la que paulatinamente iría desentrañando la apasionante historia de Akhenatón, personaje que la Historia ha recuperado, al fin, envuelto en dos aureolas distintas. Para unos sería uno de tantos dementes iluminados; para otros, un hombre impregnado de santidad y misticismo que, adelantado a su momento histórico, estuvo a punto de cambiar la historia de Egipto. 


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