Maat. El hombre y el orden del mundo


Los antiguos egipcios eran conscientes de que todos los días, cuando anochecía, el gran barco en que Re y su séquito viajaban por el Nilo celeste desaparecía de los cielos y se hundía en el reino de las tinieblas, donde tenía que afrontar inmensos peligros. Afortunadamente, gracias a los poderes mágicos de Re, la amenaza del caos era vencida noche tras noche y al día siguiente, cada mañana, se reproducía el milagro. Al amanecer, el sol volvía a brillar de nuevo en el horizonte y la creación del mundo se renovaba. Cada nuevo día era celebrado con júbilo por los hombres. 


Creación del mundo 

Según las antiguas creencias egipcias articuladas en torno a la teología de Menfis el Demiurgo, Ptah, habría utilizado la magia de la palabra, es decir, el Verbo, cuando decidió crear el mundo que conocemos. A través del inmenso poder de la palabra el dios fue activando de forma mágica los distintos elementos a crear, que previamente habían sido concebidos por su pensamiento y su corazón. Los egipcios pensaban que cuando la divinidad pronunciaba el nombre de algo, gracias al poder mágico de la palabra, esa cosa que había expresado se materializaba y alcanzaba la vida. 

Las creencias que se plasman en la Biblia, a fin de cuentas, tampoco difieren demasiado de esas ideas egipcias. En el Génesis, por ejemplo, se nos dice que “Dijo Dios: ¡Hágase la luz! Y la luz se hizo”. En el Islam, igualmente, se encuentran también noticias similares, así en El Corán (XVI, 40) leemos: “Cuando Nos queremos una cosa, Nos decimos simplemente: ¡Sea!, y ella es”. 

Los “Textos de las Pirámides”, en el contexto de la cosmogonía de Heliópolis, cuando hacen referencia al momento de la creación, nos dicen que en el principio, cuando todavía no existían el cielo ni la tierra, cuando no había hombres, cuando ni siquiera los dioses habían nacido, ni tampoco la muerte, ya existía el Nun, es decir, las aguas primordiales, un inmenso abismo acuoso que contenía, en estado inerte, el germen de la vida. 

Atum, el espíritu divino, flotaba en las aguas del Nun y según esos antiguos textos llegó un momento en que tomó conciencia de sí mismo y deseó dar vida a todo lo que existe. Fue en ese instante cuando la creación se inició. Se hizo la luz. Nació el sol. Se produjo el paso de la no existencia a la existencia. Habría de ser luego Re, en cuanto suprema manifestación del Verbo, el que propagaría la creación tanto a través de la magia de la palabra como utilizando la fuerza de los signos escritos, trabajo en el que sería auxiliado por Thot, dios del conocimiento y de la escritura. 

En los textos egipcios abundan las referencias acerca del poder creador de la palabra. Petosiris, sacerdote de Hermópolis, nos dejó escrito en las paredes de la tumba de su familia: “Construí esta tumba en esta necrópolis, junto a los grandes espíritus que aquí están, para que se pronuncie el nombre de mi padre y el de mi hermano mayor. Un hombre es revivido cuando su nombre es pronunciado...” 


Continua regeneración 

Una vez que la divinidad creó el mundo, este se encontró amenazado por grandes peligros. El propio Re (el sol), nacía cada día y se ocultaba al anochecer, tragado por el abismo y pasando a quedar inmerso en las amenazas del caos y de las tinieblas. Los egipcios, atemorizados por la diaria desaparición del sol, pensaban que Re tenía necesidad, día tras día, de renovar el supremo acto de la creación. Era totalmente necesario, para vencer al desorden, que la verdad, la justicia y el equilibrio del cosmos asegurasen cada nuevo día el mantenimiento de la creación. Esta no se concebía como algo estático, sino que tenía un carácter dinámico y precisaba de ser regenerada, lo que se conseguía gracias a los poderes mágicos de dioses y sacerdotes. 

Esa función de mantener el orden de la creación estaba asignada a la diosa Maat, hija de Re, que día tras día nutría de justicia y equilibrio a las divinidades que eran objeto de culto en los santuarios egipcios. Gracias a las virtudes de que Maat estaba investida se podía conseguir el milagro de que la creación del mundo se repitiera, sin cesar, día tras día. En otro caso, los inmensos peligros que acechaban al mundo triunfarían y las fuerzas del caos, que buscaban el retorno a la no existencia, es decir, a la situación que precedió a la creación, saldrían triunfantes sobre el . En palabras de Claire Lalouette, estudiosa de las creencias semíticas: “En el universo, las fuerzas de la desobediencia y del Mal se encarnan en un cierto número de personajes cuyas presencias y acciones nefastas hacen peligrar gravemente el orden del mundo, volviendo inestable su equilibrio, y atacando de forma especial los poderes celestes. Las serpientes, los ángeles caídos y los demonios se esfuerzan en destruir la obra primera del Creador”. 


La amenaza de Apofis 

Antes hemos hecho mención al viaje que Re realizaba en su barca solar durante el día siguiendo el curso del Nilo celestial, así como al modo en que desaparecía en el horizonte, cuando llegaba la noche, sumergiéndose en el reino de las tinieblas. Los hombres, atemorizados, contemplaban como Re se ocultaba y esperaban que al día siguiente hubiese vencido los peligros del caos y de las tinieblas y reapareciera triunfante. Con cada nueva aparición del sol la creación se renovaba y el mundo era regenerado. El “Libro de los Muertos” (capítulo 133) recoge interesantes noticias en relación con ese continuo triunfo de Re sobre las amenazas del caos. 

“Re surge en su horizonte: su Enéada le acompaña cuando el dios sale de su cámara secreta. Un estremecimiento se apodera del horizonte oriental del cielo a la voz de Nut, que despeja los caminos para Re, en presencia del Gran (dios) que hace su recorrido. 

¡Elévate, Re, que te hallas en tu aposento divino a fin de que engullas los vientos, que aspires la brisa del Norte, que absorbas la médula espinal, que caces con el lazo el día, que respires Maat, que distribuyas (tu) séquito y que navegues en tu barca hacia el cielo inferior. 

Los Grandes corren de un lado a otro, conmovidos ante tu voz: tú vuelves a poner en orden tus huesos, agrupas tus miembros y vuelves tu rostro hacia el buen Occidente. Apareces renovado día tras día, porque eres una estatuilla de oro bajo el esplendor del Disco. Asimismo, el cielo está lleno de estremecimientos cuando apareces cada día completamente renovado. El horizonte se regocija por ello y en tu barca se levantan gritos de júbilo”. 

Durante el viaje de Re por el Nilo subterráneo los egipcios, dominados por el temor, pensaban que en esos momentos de la noche una serpiente habría de atacar una y otra vez al gran dios, esforzándose por impedir el nacimiento del nuevo día; se trataba de la serpiente Apofis. En la mitología egipcia este ser monstruoso suponía la encarnación del caos, el desorden, las tinieblas... En estas ancestrales ideas hemos de buscar, pensamos, el origen de las creencias dualistas que sobre la luz y las tinieblas se han ido sucediendo a lo largo de la historia. En ese diario enfrentamiento entre Re y Apofis podría encontrarse el origen más remoto de las doctrinas que más adelante habrían de elaborar los grupos esenios, gnósticos o cátaros. El propio Evangelio de San Juan, con su oposición entre la luz y las tinieblas, habría recogido la esencia de estas ideas dualistas sobre el continuo enfrentamiento entre la armonía y la amenaza del caos en nuestro mundo. 

El combate diario entre Re y esas fuerzas del caos, afortunadamente, se resolvía, día tras día, con la victoria del primero. La amenaza del desorden era vencida cada noche y el sol renacía en cada nuevo amanecer. Tras esa victoria, el triunfante Re navegaba por el cielo en armonía, lo que causaba el júbilo de los habitantes del valle del Nilo, cuyos sacerdotes emitían diarios conjuros y encantamientos para con su poder mágico apoyar la causa del dios. 

El capítulo 15 del “Libro de los Muertos” recoge un interesante himno a la gloria de Re que nos expresa los sentimientos de los antiguos egipcios en relación con este continuo enfrentamiento entre el dios y la representación del caos: 

“¡Salve, oh Re, adornado con las dos plumas, potencia grandiosa que surges del Nun! 
¡Sea exaltado Re cada día! ¡Abatido sea Apofis! 
¡Sea bueno Re cada día! ¡Pernicioso sea Apofis! 
¡Sea poderoso Re cada día! ¡Débil sea Apofis! 
¡Sea amado Re cada día! ¡Odiado sea Apofis! 
¡Sea abrevado Re cada día! ¡Seco de sed esté Apofis! 
¡Sea repuesto (de alimentos) Re cada día! ¡Padezca hambre Apofis! 
¡Sea libre Re cada día! ¡Capturado sea Apofis, el incendiario, y que su fuerza le sea arrebatada! 
¡Re resulta victorioso sobre Apofis!... 


Ofrenda de Maat 

Maat, hija de Re, era la divinidad que personificaba las ideas de armonía y equilibrio que los antiguos egipcios pensaban que debían presidir la vida en el universo creado. Si Maat llegaba a ser vencida por el caos, lo que aconteció en Egipto en momentos de revoluciones y desórdenes, la sociedad se tornaba injusta, la mentira imperaba por doquier y el hombre, infeliz, era presa de la angustia. Afortunadamente, las virtudes de Maat imperaban en el país y gracias a esta divinidad el orden, la estabilidad y la armonía hacían que el acto de la creación del mundo se renovase día tras día. Gracias a Maat los egipcios vivían en la felicidad. Gracias a ella y a la armonía del cosmos los fenómenos celestes se repetían de manera periódica en el firmamento estrellado. 

La serpiente Apofis, sin embargo, en cuanto elemento de discordia que amenazaba el equilibrio y la armonía de la creación suponía una dura prueba que debía ser superada día tras día. Cada noche Re, auxiliado por Maat y por las fuerzas de la Luz, debía vencer a las tinieblas. 

Maat constituía en las creencias egipcias el alimento diario del que debían nutrirse los dioses que habitaban en los templos. Para conseguir que la creación del mundo se repitiese de manera incesante hasta el infinito los sacerdotes llevaban a cabo todos los días actos de magia cuya finalidad era la de ofrendar las virtudes de Maat al dios respectivo. Se han conservado los textos de esas invocaciones (Papiro de Berlín 3055): 

“Yo he venido hacia ti; yo soy Thot con las dos manos juntas para llevar la Maat. Maat ha venido para estar contigo. Maat está en todos tus lugares para que te poses en ella. Ella es tu hija. Vives de su perfume y se coloca como un amuleto en tu cuello. Tu ojo derecho es Maat; tu ojo izquierdo es Maat, tus carnes y tus miembros son Maat...” 

En palabras de Martín Valentín “para asegurar la regeneración diaria de la obra de la creación, consistente en fenómenos tan aparentemente sencillos como el nacimiento del nuevo día, los egipcios acudían a la magia en la creencia de que, gracias a ella, se garantizaba que todo seguiría estando en un orden adecuado”. 

Era frecuente que fuese el propio faraón el que hiciera la diaria ofrenda de Maat a los dioses. Ese es el motivo de que en muchas ocasiones la figura de Maat se represente en las manos de uno de los reyes, que la está ofreciendo a alguna divinidad. De algún modo, como luego veremos, el faraón era el símbolo de Maat en la tierra. 

Hubo momentos, según antes comentamos, en que los hombres llegaron a pensar que Maat, vencida por las fuerzas del caos, había abandonado Egipto. Algunos textos conocidos como “Lamentaciones” ofrecen noticias de esos tiempos en que ausente Maat de la tierra reina en Egipto la injusticia y la vida se ha hecho tremendamente dura para el hombre. Así sucede en el “Diálogo del Desesperado”, en el que el personaje que se lamenta ansía la llegada de la muerte para poder alejarse de la maldad que impera en este mundo. El texto alcanza momentos de gran intensidad y dramatismo: 

“¿A quién hablaré hoy? 
No hay nadie justo. 
El país ha sido abandonado a los malhechores. 
¿A quién hablaré hoy? 
Se carece de un amigo íntimo, 
y se recurre a un desconocido para quejarse. 
¿A quién hablaré hoy? 
No hay nadie contento. 
Aquél con quien uno solía pasear ya no existe. 
¿A quién hablaré hoy? 
Estoy agobiado por las aflicciones 
a causa de la carencia de un amigo íntimo. 
¿A quién hablaré hoy? 
La maldad ronda por la tierra, 
y no tiene fin. 
La muerte está hoy ante mí 
(como cuando) un hombre enfermo sana, 
como salir afuera tras estar confinado. 
La muerte está hoy ante mí 
como la fragancia de la mirra, 
como sentarse bajo un toldo un día de brisa. 
La muerte está hoy ante mí 
como el perfume del loto, 
como estar sentado al borde de la ebriedad. 
La muerte está hoy ante mí 
como un camino trillado, 
como cuando un hombre regresa de la guerra al hogar...” 


El faraón: “Justo de Voz” 

El faraón, auténtico dios viviente, era un elemento imprescindible para el mantenimiento del orden del mundo. Existen diversas historias que nos hablan del origen divino de los reyes; en el Papiro Westcar, por ejemplo, se afirma que Re y la hija de un sacerdote engendraron tres hijos que con el paso del tiempo, allá por el año 2500 a.C., habrían de reinar con los nombres de Userka, Sahuré y Neferirkaré. La propia Hatshepsut, cuando murió Tutmosis II, no tuvo reparos en justificar su usurpación del trono alegando que el propio Amón era su padre. 

El faraón era el intermediario entre Dios y los hombres y debía ocuparse tanto de proteger al pueblo egipcio como de ayudar a Maat en su labor de mantenimiento de la creación. Gracias a sus desvelos los enemigos que amenazaban al país se mantenían alejados y reinaba en Egipto el orden, la verdad y la justicia. Cuando el faraón era un hombre justo la felicidad imperaba y el pueblo egipcio vivía en la alegría. 

El poder inmenso de que estaba investida la figura del faraón precisaba que las decisiones que pudiera tomar estuvieran conformadas a Maat ya que en otro caso la injusticia imperaría por doquier. El proceso de dictado de órdenes por parte del faraón constaba de dos momentos; en el primero, su corazón concebía un pensamiento, en tanto que en el segundo era su palabra la que daba la orden de que ese pensamiento se materializase. El poder de la palabra del faraón, casi tan inmenso como el de los dioses, creaba la realidad. Sus deseos, expresados con su voz, eran ejecutados por los hombres. 

El faraón, y el hombre justo en general, debían ser lo que se denominaba “Justos de Voz”, es decir, su palabra debía de estar conformada a Maat, de modo que esa palabra justa era creadora y daba la vida. Los textos que conocemos como “Instrucciones Reales” nos muestran que el faraón debía de estar dotado de especiales cualidades morales. Tenía que desvivirse por la justicia y la sabiduría y actuar con bondad hacia el pueblo egipcio. En las denominadas “Instrucciones de Lealtad”, que se datan en la dinastía XII, se nos habla de la consolidación del poder del faraón, tras una anterior etapa de anarquía; en el texto se nos ofrece la visión de un rey de origen divino, poderoso y señor de la Justicia: 

“Adorad al soberano Ny-Maat-Re, que vive para siempre, dentro de vuestro ser. Fraternizad con su majestad en vuestros corazones. Propagad su temor cotidianamente. Hacedle alabanzas en todo momento. Él es el Conocimiento, que está en los corazones, sus ojos escrutando a todos los seres. Él es Re, bajo cuya dirección se vive. El que está bajo su protección tendrá grandes posesiones. Él es Re, por medio de cuyos rayos se puede ver. Él ilumina el Doble País más que el disco solar...” 

Nuevamente a modo de ejemplo, en las “Instrucciones a Merikaré” encontramos diversos consejos que deben permitir que Merikaré sea un “Justo de Voz”: “Haz –se le dice- que seas amado por todos los hombres”, o “Que seas llamado aquel que acabó con el tiempo del sufrimiento”, o “Se recto, practicando la justicia, en la que confían los corazones”. Es en este texto sapiencial en el que se nos dice que Dios prefiere las cualidades de un hombre que sea recto de corazón, es decir, que actúe en su vida conforme a Maat, antes que recibir las valiosas ofrendas que pueda aportarle un pecador. 


El corazón ante Maat 

Los egipcios pensaban, cuando llegaba el momento de la muerte, que si un hombre había vivido y actuado de acuerdo con Maat, es decir, había ajustado su existencia a la verdad y la justicia, cuando fallecía su vida estaba asegurada en el más allá para siempre. El hombre justo, conformado a Maat, tenía la esperanza de ajustar su destino, tras la muerte, al de Osiris. Los elementos espirituales que se integraban en el hombre eran de naturaleza divina y por tanto eran eternos del mismo modo que lo son los dioses. Ahora bien, si el hombre no había sido justo, es decir si no había obrado en su vida conforme a Maat, tras la muerte le esperaba la aniquilación y el olvido. El capítulo 18 del “Libro de los Muertos” nos dice: 

“¡Salve, Señor del Occidente, Unnefer que resides en Abidos! Llego ante ti con el corazón pleno de rectitud, en mí no existe pecado, no he mentido a sabiendas, no he cometido mal. (Por tanto), concédeme ofrendas que provengan de los altares de los Señores de la Verdad y (haz) que pueda ir y venir por la necrópolis sin que mi alma sea estorbada y que pueda contemplar eternamente el disco solar y también la luna.” 

Plenamente seguro de sus creencias, el sacerdote Petosiris nos dejó escrito en su tumba: “El Occidente es la morada de aquel que no tiene faltas. Rogad a dios por el hombre que lo ha alcanzado. Ningún hombre lo alcanzará, a menos que su corazón sea recto practicando la justicia. Allí el pobre no se distingue del rico, sólo el que es encontrado libre de falta por la balanza y el peso ante el señor de la Eternidad. Ahí nadie está exento de ser calibrado: Thot, como un babuino a cargo de la balanza, sopesará a cada hombre por sus actos en la tierra.” 

En efecto, los egipcios pensaban que tras la muerte física el difunto había de ser sometido a un duro juicio en el que se trataba de contrastar que su corazón había actuado con justicia. Según el capítulo 125 del “Libro de los Muertos” el individuo, en presencia de Osiris, Señor de las Dos Maat, y de otros 42 dioses debía prestar una solemne declaración de inocencia e inmediatamente después su corazón era pesado ante Maat. En uno de los platillos de la balanza se colocaba el corazón, en tanto que en el otro se colocaba una pluma de avestruz, símbolo de Maat. El corazón, si era justo, debía pesar menos que la pluma. Thot registraba el resultado sobre una tablilla y declaraba en su caso al difunto “Justo de Voz”. En otro caso, un ser monstruoso, Ammit, aniquilaba al fallecido. 

El “Libro de los Muertos”, en diversos momentos, hace alusión a la Doble Maat. Así, en el pesaje del corazón está presente la Doble Maat, en tanto que a Osiris se le denomina como Señor de las Dos Maat. Esta doble alusión a Maat es objeto de discusión por los estudiosos. Posiblemente Maat se asimilaba con dos entidades, Isis y Neftis, que se sitúan tradicionalmente a ambos lados de Osiris. En todo caso, es conocido que los egipcios solían concebir el mundo como una dualidad: Sol y Luna en el cielo; Alto y Bajo Egipto, etc. 

Dada la relevancia del acto de pesar el corazón, el egipcio temía realmente que en ese momento trascendental su corazón pudiese prestar falso testimonio en el juicio. El hombre justo, para serlo declarado, precisaba que su corazón actuase en ese momento con lealtad. Ese es el motivo de que el capítulo 30 B del “Libro de los Muertos” contenga un conjuro que intenta evitar que el corazón del difunto se oponga a él mismo en el Más Allá: “¡Oh corazón (proveniente) de mi madre, oh corazón (proveniente) de mi madre, oh víscera de mi corazón de mis diferentes edades! ¡No levantéis falsos testimonios contra mí en el juicio, no os opongáis a mí ante el tribunal, no demostréis hostilidad contra mí en presencia del guardián de la balanza!.” 

En las “Instrucciones a Merikaré” se expresa con claridad la esperanza de vida en el más allá que debe tener el hombre que es justo en su existencia: “El hombre puede permanecer tras la muerte, pues sus acciones se colocan junto a él como un tesoro, y la existencia allí es eterna. Estúpido es quien hace que ellos (los jueces) se irriten. Y respecto al que llega a ellos sin haber cometido faltas, quedará allí como un dios, yendo libremente, como los señores, eternamente.” O como afirma el “Diálogo del Desesperado”: “Verdaderamente, aquel que está más allá (es decir, actuó en su vida conforme a los preceptos de Maat) será un dios viviente.” 


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