Durante milenios la mujer egipcia sobresalió por ser la única que gozaba de un estado legal igual al del hombre. Ni las mujeres griegas ni las romanas alcanzaron esa consideración. De hecho, hasta avanzado el siglo XX, las mujeres no verían reconocidos unos derechos similares a los de los hombres.
En palabras de Desroches (1999, p. 184): “La mujer podía poseer bienes, realizar adquisiciones, contratos o comprometerse por escrito con total libertad… Desde que nacía poseía plenos derechos y su matrimonio y sus alumbramientos no suponían ninguna modificación en ese estado de cosas. Desde el momento en que alcanzaba la mayoría de edad o se casaba, tenía plena y completa libertad; pero parece que una niña podía contraer obligaciones legales desde el momento en que era capaz de apreciar el significado y evaluar las consecuencias de las mismas.”
Mujer y matrimonio
La sociedad egipcia era una sociedad patriarcal en la que no existía ningún tipo de contrato que resultara obligatorio para contraer matrimonio. Tampoco había leyes que lo regularan y no hay referencias a que existiera algún tipo de acto en el que el matrimonio fuese “bendecido” en un templo. Bastaba con la vida en común, realizada de modo público, y con que la mujer fuera sexualmente fiel a su esposo. El fin último de la unión era tener hijos y el hombre precisaba tener la certeza de que estos fuesen suyos, sobre todo para las cuestiones relacionadas con las herencias.
En el Cuento de Khaemuas podemos encontrar reflejado lo que para las antiguas egipcias representaba el matrimonio:
“El faraón le dijo al Jefe de la Casa Real: “Que lleven a Ahuri a casa de Nenoferkaptah esta misma noche. Y que lleve con ella toda clase de bellos regalos”. Ellos me llevaron –dice Ahuri- como esposa a la casa de Nenoferkaptah y el faraón ordenó que se me diera una gran dote de oro y plata que me ofrecieron todas las personas de la Casa Real.
Nenoferkaptah pasó un día feliz conmigo; recibió a todas las personas de la Casa Real y durmió conmigo esa misma noche. Me encontró virgen y me conoció (sexualmente), y me volvió a conocer, porque cada uno amaba al otro.
Cuando llegó el momento de mis purificaciones (menstruación), no tuve purificaciones que hacer. Se lo fueron a decir al faraón y su corazón se regocijó mucho. Hizo que se cogieran muchos objetos preciosos de los bienes de la Casa Real e hizo que me trajeran muy bellos regalos en oro, plata y en telas de lino fino.
Cuando me llegó el momento de parir, di a luz a ese niñito que está delante de ti. Le pusimos el nombre de Maihet, y lo inscribimos en los registros de la Doble Casa de la Vida.”
Del marido se esperaba que tratara adecuadamente a su esposa, como exige la Maat, y de esta se esperaba que proporcionara hijos al matrimonio y que fuera una buena esposa. Los autores de Textos Sapienciales, como Ani, Hordjedef o Ankhsesonquis, recomendaban a los hombres que tomaran una esposa, a ser posible cuando eran todavía jóvenes, para asegurarse de que esta pudiera darles hijos. Aní, en concreto, nos habla de que se espera que la madre sea el sustento de los hijos y que luego estos habrán de ser agradecidos.
La familia era una estructura patriarcal que giraba en torno a los esposos, sus padres (a veces), sus hijos y las posibles concubinas (si es que existían). Este grupo familiar se guiaba por la idea de la solidaridad entre ellos, de modo que encontramos a veces noticias que no dejan de sorprendernos. Así sucede con el Papiro Lansing, en el que un soldado deserta y se castiga por ello a su familia, o en el Papiro Anastasi V, en el que ante un impago de impuestos, la familia en bloque pasa a una condición servil.
La palabra utilizada desde el Reino Antiguo para designar a la esposa era “hemet”, si bien en la dinastía XVIII ya se documenta la palabra “senet” (que vendría a ser “hermana”). También es frecuente encontrar en los textos la palabra “hebsut”, que a veces se aplica a las concubinas pero también a las segundas esposas una vez que se había producido la muerte o divorcio de la anterior. Son numerosos los textos en que se menciona a las concubinas. Así sucede con Jnumhotep II, nomarca de Beni Hassan (dinastía XIII), en cuya tumba se hizo representar con Jety, Señora de la Casa, y sus siete hijos, así como con Tchat, su concubina, y sus tres hijos. Tchat está representada en segundo plano y a tamaño menor que Jety.
Contratos matrimoniales
Para materializar el matrimonio lo usual es que se solicitara el consentimiento del padre de la mujer, que en aras de la felicidad de su hija negociaba con el pretendiente un acuerdo. Los novios podían ya conocerse de antes pero era importante que el padre de ella aprobara la unión. En algunos casos se ha documentado incluso que el padre podía pedir a un tribunal de justicia que se obligase al novio a jurar que no trataría mal a su hija. En el caso de que ese juramento fuese incumplido sus consecuencias afectarían incluso a la vida tras la muerte del individuo, ya que no sería declarado “Justo de Voz” en el Juicio de Osiris, lo que implicaría su aniquilación. En este sentido, en el capítulo 125 del Libro de los Muertos podemos ver que una de las faltas que impedían alcanzar la vida eterna era precisamente el hecho de “haber cogido” a una hija sin el consentimiento del padre. Literalmente: “No he cogido una hija a su padre”, tenía que declarar el difunto.
Se ha conservado el documento de un padre interesado en que el futuro esposo de su hija quede adecuadamente “atado” ante esa posibilidad de que no la trate bien en el futuro:
“Año 23, primer mes del invierno, día 4. Este día, Tener-Montu dijo al trabajador jefe Khonsu y al escriba Am-nakhte, hijo de Ipuy, “Haced que Nakhte-en-Mut haga un juramento ante el Señor, que tenga vida, salud y fuerza, diciendo, “No abandonaré a su hija”... (El documento termina con la firma de los testigos y de los dos implicados).”
Hasta la dinastía XXVI no era necesario que la novia prestase su consentimiento. Bastaba con hacer vida en común. Es a partir de ese momento cuando las mujeres comenzaron a expresar su opinión de un modo expreso.
Lo más frecuente es que los matrimonios se contrajeran entre personas que pertenecían al mismo círculo familiar (hermanastros, tíos, sobrinos, primos...). No era usual la unión de hermanos de sangre. Debemos mencionar que existía el temor a que si un hijo se casaba con una mujer de otra ciudad o aldea se trasladara a vivir a ese lugar y en el futuro alguno de los padres quedase en situación de abandono, algo que producía gran inquietud entre los egipcios.
Llama la atención que no existía un contrato matrimonial expreso que resultara obligatorio para poder contraer matrimonio. Tampoco había leyes que regularan el matrimonio, o si existían no tenemos constancia de ello. Todo reposaba en las costumbres. Si era frecuente, no obstante, que el régimen económico de los contrayentes quedara más o menos regulado en un contrato escrito, sobre todo cuando la novia era una dama de cierto nivel.
Se han conservado tres tipos de contratos económicos:
Uno de esos modelos sería el denominado “Regalo o donación para la esposa”, en el que el marido sería quién soportaría todos los gastos de la vida en común. Seguimos a Alonso y Royano (1998, p. 45):
“Yo (el esposo) te tomo por mujer y te entrego (relación de bienes que aporta). Si te repudiare por preferir tomar otra mujer distinta te entregaré (relación de bienes a entregar) junto al tercio de lo que hayamos adquirido desde hoy a ese día. Los hijos que me diste (en este caso ya vivían antes en común) y los que me pudieras dar en adelante, son los herederos de cuanto poseo o pueda poseer...”
El segundo tipo de contrato se denomina “El dinero necesario para ser esposa” y regula lo que la mujer aporta al marido al convertirse en su esposa:
“Tú me has dado (dice el esposo) tales cosas (la dote) como dinero para ser mi mujer. Lo he recibido de tu mano y mi corazón está satisfecho. Lo he contado y está exacto. Por eso no hago ni te haré reclamación alguna. Por mi parte, te entregaré (grano, plata, etc.) para tu mantenimiento anual. Si cuando me la reclames no te devolviese en treinta días el dinero de la dote, seguiré manteniéndote como ahora hasta el reintegro total y declaro que tienes derecho sobre mis pagos para tu mantenimiento.”
El tercer tipo de contrato se conoce como “El capital para la alimentación” y en él se establece una pensión alimenticia para la esposa en determinados supuestos:
“Tú me has dado... (dote) para tu alimentación. Reconozco en dinero y grano para alimentos y vestido un tercio de tus bienes presentes y futuros en nombre de los hijos que me has dado o que me puedas dar y tienes derecho a la pensión que correrá a mi cargo, no pudiendo decirte ¡recobra tu dote! (es decir, no podré divorciarme de ti). No obstante, si quisieras recobrarla (es decir, si quisieras divorciarte tú) te la devolvería y todo lo que poseo ahora o en el futuro garantiza mi promesa de devolución.”
Algunos casos de adulterio
En el poblado de Deir el-Medina vivió un sujeto llamado Paneb, del que sabemos que era jefe de un grupo de trabajadores y que era conocido que mantenía relaciones sexuales con diversas mujeres: “Paneb tuvo relaciones con la ciudadana Tuy, cuando ella era la esposa del trabajador Qenna. Tuvo relaciones con la ciudadana Hunero, mientras ella estaba con Pendua. Tuvo relaciones con la ciudadana Hunero, mientras estaba con Hesysunebef... Y cuando había tenido relaciones con Hunero, también tuvo relaciones con Webjet, su hija...”
Paneb era un individuo que tenía mala fama en el poblado. Sabemos que Hesysunebef pidió el divorcio de su esposa adúltera, pero algo hubo de pasar porque finalmente fue él el que tuvo que darle una pensión a ella en forma de cierta cantidad de cereales para su alimentación.
Una acusación similar encontramos en el Papiro de Turín 1880. Aquí, el trabajador Penanquet acusa a un tal Userhat de haber conocido sexualmente a tres ciudadanas casadas, de las que se indica su nombre en el papiro. Acusaciones similares de Deir el-Medina se encuentran en el Papiro 1887 de Turín y en los papiros números 26B y 27 de Deir el-Medina. En este último papiro, el magistrado Merysekhmet ordenó que el adúltero fuera alejado del poblado y si no lo hacía se le cortarían la nariz y las orejas y sería luego desterrado a las tierras de Kush.
Tenemos también documentado que un grupo de gentes de Deir el-Medina llegaron a enfrentarse a una ciudadana que había cometido adulterio con el marido de una vecina. Se concluyó que la autora del crimen había sido una tentación perversa para un hombre inocente y al esposo de la adúltera se le aconsejó el divorcio. Parece que las gentes iban incluso a asaltar la casa de la pecadora y solo la intervención de los guardias lo impidió. Estamos ante personas que en el adulterio cometido por su vecina veían ese “gran crimen” del que con frecuencia hablan los textos egipcios. Todo parece sugerir que el adulterio era visto como una gran desgracia social.
El divorcio
Al igual que el matrimonio, el divorcio era un acto cuya naturaleza era esencialmente privada y que podía ser solicitado tanto por el hombre como por la mujer. De hecho, se materializaba con la mera separación de los esposos, aunque también podía suceder que antes el tribunal del poblado hubiera testificado el fin del matrimonio. Se trataba de un acto que no precisaba de requisitos de tipo formal. A veces, no obstante, para evitar la posible consideración como adulterio de actos futuros que llevaran a cabo los separados, el esposo entregaba a la mujer un escrito en que se hacía constar que la separación se había producido en tal fecha. Este documento resultaba de gran utilidad para la divorciada, ya que en otro caso esta podría ser acusada de adulterio en el futuro por un exmarido animado por malas intenciones.
En el aspecto económico cuando se producía el divorcio la mujer se quedaba con todos los bienes que ella hubiera aportado al matrimonio, más un tercio del total de los bienes gananciales, salvo que existiera algún contrato previo en el que se estableciera algo distinto. Como causas mas frecuentes en el divorcio podríamos citar la falta de hijos en el matrimonio, si bien en este supuesto los sabios no lo aconsejaban: “No abandones a una mujer de tu casa -dirán- cuando no ha concebido un hijo”, y es que siempre existía la posibilidad de contar con una concubina que lo aportara. También era posible adoptar como hijo a algún siervo hacia el que se sintiera preferencia por sus bondades.
Lo más frecuente es que el marido se enamorara de otra mujer y buscara entonces cualquier pretexto para pedir el divorcio. Se ha conservado un curioso texto en el que el varón dice:
“Yo te repudio porque no tienes vista en un ojo”.
Y la repuesta de ella es sorprendente:
“¿Y este es el descubrimiento que has hecho durante los veinte años que he vivido en tu casa?”
Si la mujer era repudiada sin causa, recuperaba, de un lado, el “regalo para la esposa”, es decir los bienes que el esposo había aportado para ella al matrimonio, así como el “dinero para ser esposa”, es decir la dote que ella había aportado. También tenía derecho a sus propios bienes personales y a un tercio de los bienes que el matrimonio había adquirido durante su vida en común (gananciales).
A veces, sin embargo, existían pactos expresos previos. Así sucede en un caso de Deir el-Medina en el que el novio había jurado ante su suegro sus buenas intenciones:
“¡Que Amón viva, que el soberano viva! Si alguna vez repudio (o injurio) a la hija de Tenermontu, seré merecedor de un centenar de golpes y perderé todos los bienes adquiridos en común...” En este caso, el juramento se hizo ante el capataz de los obreros, el escriba y dos testigos.
En supuestos como este vemos que el divorcio tenía unas consecuencias muy negativas en términos económicos para el esposo, lo que es más que posible que contribuyera a la estabilidad de la monogamia. En el supuesto, menos frecuente, de que el esposo fuera repudiado sin causa por la mujer, este debía ser indemnizado con la mitad del “regalo para la esposa” y con dos tercios de los bienes gananciales.
Si, finalmente, se producía el divorcio lo usual es que el padre de la mujer acudiera en ayuda de su hija. Veamos un caso también de Deir el-Medina:
“Eres mi hija, y si el obrero Baki te repudia del hogar conyugal, podrás vivir en mi casa, porque fui yo quien la construyó; nadie podrá echarte de ella”.
Actividad económica de la mujer
Desde los tiempos del Reino Antiguo tanto los hombres como las mujeres podían poseer tierras, que era el principal bien del país del Nilo y el soporte de la vida. En la III dinástia vivió un personaje llamado Metyen que en su inscripción biográfico nos decía que era propietario de cincuenta aruras de tierra, que había heredado de su madre Nebsenet (Gay Robins, 1996, p. 137).
En el Reino Medio, en tiempos de Amenemhat IV, un individuo llamado Wah dejó a su esposa, en su testamento, todos sus bienes:
“Testamento hecho por el sacerdote… Wah: Hago un testamento para mi esposa… Shef-tu llamada Teti, de todo lo que mi hermano… Anjreni me dio, con todos los bienes en correcto estado… Ella misma (lo) dará a cualquiera de los hijos que tendrá conmigo, como quiera…”
En su testamento (Gay Robins, 1996, p. 137) Wah también nos dice que su esposa recibirá tres esclavos asiáticos, tendrá derecho a ser enterrada en la tumba del esposo (nadie debe oponerse a ello) y también tendrá derecho a vivir en la casa de la familia, sin que nadie pueda echarla.
En tiempos más recientes, en el Reino Nuevo, los documentos conservados en el poblado de Deir el-Medina nos confirman que las mujeres pueden tener posesiones y hacer tratos con terceros, que han quedado adecuadamente confirmados en los “ostraka” que nos han llegado. Vemos así como una mujer recibe 29 deben de cobre por unos vestidos que quizás había confeccionado ella misma; también, otra mujer que compra diversos bienes valorados en 76 deben, por los que deja una señal de 5 deben pasando a adeudar el resto (estamos pues ante un préstamo concedido a una mujer). Hemos de indicar que el deben era una unidad de peso, que venía a equivaler a 91 gramos. Podemos también citar el caso de otra mujer que tiene derecho a usar de diez esclavos durante un cierto número de días, es decir, estaríamos ante una mujer que tenía la propiedad compartida de esos esclavos.
En el Papiro Wilbour (citado por Gay Robins, 1996, p. 146) se ha conservado un listado de propietarios de tierra y se aprecia que en torno al diez por ciento de ellos eran mujeres, siendo el promedio de superficie que explotaban cada uno de cinco aruras (13.500 m²). En una parcela de esa dimensión se podía producir grano que permitiría alimentar a un matrimonio y sus hijos.
Acerca de la influencia de la mujer en las decisiones de tipo económico de su esposo se ha conservado un documento (Jacq, 2001, p. 271) en el que un propietario de tierras que estaban arrendadas a un tercero decidió rescindirle el contrato. La esposa del arrendador, sin embargo, no estaba conforme con ello, de modo que este tuvo que rectificar:
“Te había anunciado (le dirá al arrendatario) que ya no te permitía seguir explotando mis tierras. Pero mi esposa, el Ama de la Casa, me ha dicho: no le retires ese campo y déjale que siga explotándolo.”
Trabajos fuera del hogar
Las egipcias se dedicaban usualmente a los trabajos del hogar pero nada impedía que pudieran desarrollar actividades fuera del ámbito doméstico. Es el caso de las nodrizas, que llegaron incluso a ser consideradas como un miembro más de la familia para la que prestaban sus servicios siendo frecuente que fuesen representadas en las estelas de aquellos hombres a los que de niños habían amamantado. Destaca el caso de Kenamun, nodriza de Amenhotep II, que fue representada en la tumba del faraón (TT 93) . También era usual que las nodrizas amamantaran a dioses niños en los templos. Es el caso del sarcófago de Djet-Mut (dinastía XXI) en el que se decía que había sido nodriza de Jonsu y sacerdotisa de Amón.
Un trabajo frecuente en las mujeres egipcias era el de tejedoras, trabajando tanto por cuenta propia como en talleres que eran supervisados por hombres (se han conservado maquetas de esos talleres en las tumbas, como en el caso de la de Meketra, que se conserva en el Museo de El Cairo).
Era también frecuente que trabajaran en algunas actividades de tipo campesino: limpiar y cribar el grano, vendimias, a veces labores de siega… Este es el caso de la mujer que aparece representada realizando estos trabajos en la mastaba de Ipi-Anj, en Saqqara.
Las mujeres desarrollaban también actividades de tipo comercial, lo que ocasionó asombro a los griegos que no entendían las “libertades” de las egipcias. En este sentido, el propio Heródoto (Libro XXXV) dejó escrito: “Allí son las mujeres las que venden, compran y negocian publicamente, y los hombres hilan, cosen y tejen…”
Otras actividades que desarrollaban estas mujeres era el de músicas y bailarinas en las fiestas de los grandes señores; plañideras en los entierros… Solo excepcionalmente llegaron a desempeñar trabajos como altas funcionarias del estado, escribas o médicos. Es el caso de la dama Idut, que en su mastaba de Saqqara porta materiales de uso por los escribas: tablilla, cálamos, tinta, etc. o de la dama Peseshet, que en su tumba en Giza se declara supervisora de los médicos. Algunas de estas damas llegaron a poseer amplias riquezas, como en el caso de Ashait (cuyo sarcófago se conserva en el Museo de El Cairo) que tendría un importante dominio agrícola siendo ella misma la que lo poseía y administraba.
Conflictos judiciales
En los casos de graves delitos que afectaban al propio estado (saqueos de tumbas, robos en templos, conspiraciones contra el poder, etc.) lo usual es que los que los habían cometido fueran juzgados por un tribunal especial nombrado al efecto y en el que se integraban solamente hombres. Es el caso de la Conjura del Harén que terminó con la vida de Ramsés III.
En los conflictos entre particulares lo usual es que fueran conocidos por un tribunal local, formado por funcionarios y trabajadores de la aldea. En estos tribunales solo excepcionalmente aparecen mujeres. Para ser admitidos como medio de prueba, los documentos que se presentaran al tribunal tenían que estar firmados por testigos. Solo en casos de especial complejidad los conflictos se elevaban a una instancia superior (a veces eran resueltos por el propio Visir).
Un caso especial era el de la “corbea” obligatoria a la que estaban sujetos tanto los hombres como las mujeres. Nadie estaba exento de estos tareas, que podían consistir en trabajos en campos y canales, construcción de templos, etc. Aquellos que huían de esta prestación quedaban sujetos a una responsabilidad penal. Se sabe de una mujer llamada Teti que había huido para eludir la “corbea”. Toda su familia fue detenida y encerrada y Teti hubo de volver para que la liberaran y es que en algunos “crímenes” toda la familia del que lo había cometido podía ser también castigada. Hay casos en que tanto la esposa del penado como sus hijos fueron reducidos a esclavitud.
Destaca en todo caso que está documentado que ante la ley hombres y mujeres eran iguales. Si una mujer cometía un delito era perseguida sin intermediación de ningún tipo de tutela. Del mismo modo, ellas podían actuar ante los tribunales en igualdad de condiciones que los hombres como querellantes, defensores o testigos. No precisaban de un hombre que las representara. En los textos judiciales conservados las mujeres son interrogadas o castigadas del mismo modo que los hombres.
La reclamación judicial de Tahenwet
En este caso que presentamos estamos ante un caso de reclamación judicial por parte de una mujer contra su padre acerca de la propiedad de ciertos bienes. Al parecer, el padre pretendía legar a su esposa Senebtisi quince esclavos (antes le había entregado otros 60). La hija, Tahenwet, está reclamando ante el tribunal de su poblado alegando que son suyos, ya que los había recibido de su esposo.
Dice el texto conservado:
“Mi Padre ha cometido una irregularidad. Él tenía en su poder algunos objetos que me pertenecían y que mi esposo me había dado. Pero él (mi padre) los ha entregado a su segunda esposa, Senebtisi. Quisiera obtener la devolución de ello.”
Este texto se ha conservado dañado, pero parece que incluye un registro privado de las alegaciones del padre, que no se terminan de entender debido a ese deterioro. Todo parece sugerir que Tahenwet era hija de una esposa anterior. Senebtisi sería una segunda esposa. Este documento es un ejemplo que nos habla de como una mujer egipcia, por si misma, podía iniciar una reclamación judicial si estimaba que sus derechos estaban siendo vulnerados.
Todo parece sugerir que estos derechos existían claramente en el caso de las élites, que son de las que proceden la mayor parte de los documentos. Existe la duda de si existían también en las clases sociales más modestas y, sobre todo, si existían solamente en la teoría o también en la vida práctica,
En todo caso, en los tiempos del Reino Nuevo existe documentación relativa a la vida cotidiana en el poblado de constructores de tumbas de Deir el-Medina. En esos documentos se puede contrastar que existen diversos casos en los que las mujeres aparecen haciendo reclamaciones ante la corte judicial del poblado, haciendo transacciones económicas, asumiendo incluso deudas en esas operaciones, fijando sus decisiones sobre su herencia en testamentos, etc.
Hijos que son desheredados
Dice un texto que nos ha llegado:
“Pero mire, estoy envejeciendo. Y mire, ellos (sus hijos) no me están cuidando ahora. Quienquiera de ellos que me cuide, a él yo dejaré mis propiedades.”
Sabemos que en el antiguo Egipto la mujer podía tanto heredar bienes como disponer de sus propiedades en un testamento, estableciendo como habrían de ser repartidas entre sus herederos. En un documento de la dinastía XII un personaje llamado Intef hace testamento a favor de su hijo sin hacer ningún tipo de provisión acerca de su propia esposa. En estos casos, todo sugiere que los egipcios daban por hecho que al morir el padre, la madre tendría el uso de la casa en tanto que el niño crecía y que luego, cuando fuese adulto, habría de asumir el cuidado de su madre anciana. Era esta una costumbre bien establecida. Todos asumían que los hijos debían cuidar de sus padres en la vejez, y los Textos Sapienciales lo recordarán: “Que tu madre no tenga que alzar sus brazos al cielo”, dirán (en el sentido de queja, al sentirse abandonadas). Del mismo modo, si la mujer –sin justa causa- no recibía su parte en una herencia podía según se ha documentado en Deir el-Medina reclamar ante el tribunal del poblado que se le entregase “la parte equitativa de la herencia de su padre”.
Pero esta falta de cuidado de los padres en la vejez, además de ser algo no aceptable socialmente, era también un motivo de desheredación de los hijos ingratos. Además, estaba también establecido que solo llegarían a heredar aquellos que hubieran contribuido a sufragar los gastos del funeral del difunto.
Un caso de mujer que se siente abandonada en su vejez es el de Naunakhte (Deir el-Medina, tiempos de Ramsés V). Ella, que se declara “una mujer libre del país del faraón”, había criado a ocho personas (entre hijos y servidores) y a todos había ayudado a fundar una casa. Ahora, ya anciana, se sentía abandonada por algunos y decidió legar lo que poseía “a quien estrechara su mano”, es decir, la cuidara. Ese fue el motivo de que cuatro de sus hijos quedaran sin herencia. La sentencia del tribunal fue clara: “En cuanto a los escritos (testamento) redactados por la dama Naunakhte, a propósito de sus bienes, se mantendrán tal cual, de manera estricta.”
Un caso relacionado con los funerales es el de una mujer llamada Tagemy, que fue enterrada solo por su hijo Huy, de modo que solo él heredó, pero cuando él falleció a su vez, sus sobrinos se interesaron por su parte en la herencia y reclamaron. Las palabras del hijo de Huy fueron claras: “que las posesiones se le den al que entierra, dice la ley del faraón.” Otro caso similar es el de otra mujer llamada Tanehesy, de cuyo entierro solo se ocupó su hija Savadyyt, de modo que solo ella heredó. Vemos, pues, que los padres, en sus disposiciones testamentarias, podían desheredar a sus hijos si no los cuidaban en la vejez, pero además, como hemos visto, los herederos podían perder sus derechos si no contribuían equitativamente a los gastos del entierro.
Litigio de Eset contra unos usurpadores
Este texto nos remite a una reclamación judicial cuyo contenido quedó plasmado en un ostracón que se encontró en Deir el-Medina. Vimos que esta comunidad de obreros del Valle de los Reyes tenía una corte de justicia local que se encargaba de resolver los conflictos entre quienes vivían en el poblado. Este órgano estaba formado por escribas, funcionarios, capataces y trabajadores comunes. Se piensa que lo usual era que fueran convocados por su edad o experiencia , o por el respeto que inspiraba su personalidad. Hemos de pensar que las sesiones se desarrollarían en los días de descanso, ya que en los otros días los trabajadores estaban ausentes del poblado por motivos de trabajo. Ya comentamos antes que esta corte de justicia local decidía en conflictos de tipo civil pero solo emitía un pronunciamiento en los casos de orden criminal. Los más graves de estos últimos serían elevados, incluso, al Visir de Tebas.
La corte de justicia de Deir el Medina también desarrollaba funciones de registro notarial de documentos (testamentos, contratos, etc., firmados ante testigos). En el caso de las resoluciones judiciales todo sugiere que ellos no las archivaban sino que eran conservadas directamente por las partes interesadas, que en caso de ser necesario en el futuro tendrían que presentarlas ante los jueces como medio de prueba para sus pretensiones.
En el caso concreto que nos ocupa vemos que una mujer, la ciudadana Eset, afirma que tiene derecho sobre unos talleres que habían pertenecido a su esposo y denuncia que tres individuos se han apropiado de ellos:
“En el día de hoy. La ciudadana Eset denuncia a los trabajadores Jaemipet, Jaemuaset y Amennajte, afirmando: “Tengo derecho sobre los talleres de mi esposo Panajt”. El veredicto del juez: “La mujer está en su derecho. Dejad que los talleres de su marido le sean entregados”.
Vemos que los jueces, tras estudiar el asunto, confirmaron el derecho de la mujer en este caso relacionado con el derecho de propiedad en este singular poblado egipcio. Sabemos que en Deir el-Medina las casas de los trabajadores eran propiedad del estado. Su uso se concedía a los obreros (hombres) y cuando estos fallecían eran sustituidos por otros hombres (trabajadores en las tumbas). Las mujeres no tenían derecho sobre las casas. No podían heredarlas ya que el propietario era el estado.
Sucede, sin embargo, que era usual que los trabajadores, en terrenos cercanos a la casa, construyeran con sus propios recursos cabañas, almacenes, talleres, etc., de modo que estas edificaciones si eran propiedad de quien las había levantado, y cuando fallecían eran transmitidas a sus herederos. Podemos citar otro caso, similar a este de la ciudadana Eset, en el que un padre le dice a su hija: “Tú puedes vivir en la antecámara de mi almacén porque yo mismo lo construí. Nadie en el mundo te echará de allí.”
Derecho y realidad
Los textos conservados, como hemos podido apreciar, confirman que las mujeres egipcias tenían los mismos derechos que los hombres. Surge, sin embargo, una duda ya que todo esto en el caso de las mujeres de clase alta si estaba claro, pero ¿lo estaba también en el caso de las mujeres de las clases más modestas?. En teoría todas tenían los mismos derechos pero no sabemos si todas los podían ejercitar o no. Es muy posible que las mujeres de clase inferior estuvieran desprotegidas, especialmente en el caso de las viudas.
Citamos a Gay Robins (1996, p. 149): “Algunas viudas eran muy vulnerables y se situaban entre los pobres y desasistidos de la sociedad. No se trataba de mujeres ricas por sí mismas o que tenían un fuerte sostén familiar, sino de aquellas que durante la vida de sus maridos dependían de ellos y que a su muerte dejaban a sus esposas con pocos o nulos medios de sustento. Ellas serían incapaces de enfrentarse con matones codiciosos que intentaban aprovecharse de ellas. Para las mujeres en esta situación la vida debió haber sido realmente dura.”
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